sábado, 26 de diciembre de 2009

Celestina, el vino y la tristeza del corazón



Reviso estos días La Celestina y  me encuentro con este curioso pasaje que no recordaba y que no me resisto a compartir contigo. Y menos ahora que ha llegado el frío. Pertenece al Auto IX, al momento en que Pármeno y Sempronio, criados de Calisto, están comiendo en casa de Celestina. Los acompañan Areúsa y Elicia, amantes de los criados y pupilas de la vieja alcahueta. El ambiente es festivo y lujurioso, aunque no faltan las rencillas entre ellos y, en el fondo de sus corazones, ya duermen agazapadas la codicia y la traición. Es entonces cuando Celestina, que se siente sola y vieja en medio de las caricias de los jóvenes, emprende este elogio sin desperdicio de las propiedades del vino.

CELESTINA: Asentaos vosotros, mis hijos, que harto lugar hay para todos, a Dios gracias; tanto nos diesen del paraíso cuanto allá vamos. Poneos en orden, cada uno cabe la suya; yo, que estoy sola, porné cabe mí este jarro y taza, que no es más mi vida que de cuanto con ello hablo. Después que me fui haciendo vieja, no sé mejor oficio a la mesa que escanciar, porque "quien la miel trata, siempre se le pega de ella". Pues de noche en invierno no hay tal escalentador de cama. Que con dos jarrillos de éstos que beba, cuando me quiero acostar, no siento frío en toda la noche. De esto aforro todos mis vestidos, cuando viene la Navidad; esto me calienta la sangre; esto me sostiene continuo en un ser; esto me hace andar siempre alegre; esto me para fresca; de esto vea yo sobrado en casa, que nunca temeré el mal año. Que un cortezón de pan ratonado me basta para tres días: esto quita la tristeza del corazón, más que el oro ni el coral; esto da esfuerzo al mozo y al viejo fuerza, pone color al descolorido, coraje al cobarde, al flojo diligencia, conforta los celebros, saca el frío del estómago, quita el hedor del anélito, hace potentes los fríos, hace sufrir los afanes de las labranzas; a los cansados segadores hace sudar toda agua mala, sana el romadizo y las muelas, sostiene sin heder en la mar, lo cual no hace el agua. Más propiedades te diría de ello, que todos tenéis cabellos. Así que no sé quién no se goce en mentarlo. No tiene sino una tacha, que lo bueno vale caro y lo malo hace daño. Así que con lo que sana el hígado enferma la bolsa. Pero todavía con mi fatiga busco lo mejor, para eso poco que bebo; una sola docena de veces a cada comida. No me pasar de allí, salvo si no soy convidada como agora.
PÁRMENO: Madre, pues tres veces dicen que es bueno y honesto todos los que escribieron.
CELESTINA: Hijos, estará corrupta la letra, por trece tres.


¿Puedes imaginar cómo sería una Navidad en 1499? ¿Y el vino bueno por el que tanto se afana Celestina? ¿Cuánto darías por probarlo? ¿Sabías que el vino conforta los celebros? ¿Trece o tres? ¿Tú que piensas? Lo del cortezón de pan ratonado me ha llegado al alma. Cuando de niños mordisqueábamos el pan, mi abuela decía que lo habíamos dejado como si lo hubieran roído los ratones. Supongo que era cierto.

En este mismo auto encontramos, en boca de Areúsa, una dura crítica a las señoras. Una crítica que anuncia los nuevos tiempos que están llegando, lejos ya de la fidelidad medieval al señor.

Ruin sea quien por ruin se tiene. Las obras hacen linaje, que al fin todos somos hijos de Adán y Eva. Procure de ser cada uno bueno por sí, y no vaya a buscar en la nobleza de sus pasados la virtud.

Que jamás me precié de llamarme de otro, sino mía. Mayormente de estas señoras que agora se usan. Gástase con ellos lo mejor del tiempo, y con una saya rota de las que ellas desechan, pagan servicio de diez años. Denostadas, maltratadas las traen, continuo sojuzgadas, que hablar delante de ellas no osan.


Las imágenes corresponden respectivamente a una recreación de Celestina hecha por el pintor Robert Henri en 1908; a una ilustración anónima medieval en que se documenta el cuidado y conservación de los vinos y a una de las primeras ediciones de La Celestina como tragicomedia.

Me quedo con el refrán que emplea Celestina: Quien la miel trata, siempre se le pega de ella. Y me voy, que creo que abajo tengo algún Rioja bien guardado y estamos en Navidad.

lunes, 16 de noviembre de 2009

El otoño y los estudios nobles


En este noviembre que no parece noviembre, me viene a la memoria la Oda al licenciado Juan de Grial, poema escrito por Fray Luis de León hacia 1571, en el que invita a su amigo, aprovechando el cambio estacional, al recogimiento y al estudio:

Recoge ya en el seno
el campo su hermosura, el cielo aoja
con luz triste el ameno
verdor, y hoja a hoja
las cimas de los árboles despoja.

Ya Febo inclina el paso
al resplandor egeo; ya del día
las horas corta escaso;
ya Éolo al mediodía,
soplando espesas nubes nos envía;

ya el ave vengadora
del Íbico navega los nublados
y con voz ronca llora,
y, el yugo al cuello atados,
los bueyes van rompiendo los sembrados.

El tiempo nos convida
a los estudios nobles, y la fama,
Grial, a la subida
del sacro monte llama,
do no podrá subir la postrer llama;

alarga el bien guiado
paso y la cuesta vence y solo gana
la cumbre del collado
y, do más pura mana
la fuente, satisfaz tu ardiente gana;

no cures si el perdido
error admira el oro y va sediento
en pos de un bien fingido,
que no ansí vuela el viento,
cuanto es fugaz y vano aquel contento;

escribe lo que Febo
te dicta favorable, que lo antiguo
iguala y pasa el nuevo
estilo; y, caro amigo,
no esperes que podré atener contigo,

que yo, de un torbellino
traidor acometido y derrocado
del medio del camino
al hondo, el plectro amado
y del vuelo las alas he quebrado.


El tiempo nos convida a los estudios nobles. Todos los años, cuando llega el mes de octubre, me acuerdo de estos versos, que creo haber leído por primera vez, siendo adolescente, en el libro de texto de Lázaro Carreter. Siempre los he asociado con el comienzo del curso, que todos los muchachos temíamos tanto.


Llegaba octubre y con él los primeros indicios callados del cambio: los días se hacían más cortos y sus atardeceres lucían inmensamente rojos; por la noche, tenías que cerrar la ventana del dormitorio y recuperar el placer de las sábanas, olvidado durante meses; la incómoda rebeca se convertía en una prenda de vestir imprescindible; las calles comenzaban a oler a leña quemada; en la tele acababan las reposiciones y volvían, con nuevos episodios, tus series favoritas; el brasero y la sayuela, arrumbados en el trastero, se recuperaban una tarde. Por un acuerdo tácito, nadie se había atrevido a nombrar lo que se nos avecinaba. Pero, por fin, llegaban los fuegos artificiales, que marcaban casi oficialmente el comienzo del curso y ya todo era inevitable. Al día siguiente, al instituto.


Y el caso es que, pasado el susto inicial, no era tan malo. Había cierta épica en la vuelta al estudio, a los nuevos libros de texto, a las lecturas. Entonces, el tiempo, casi de modo mágico, como movido por un resorte natural invisible, cambiaba bruscamente y lo que eran atardeceres inmensos se volvían oscuras tardes de lluvia y viento. La Navidad aún quedaba lejos.

Dámaso Alonso, en 1955, en un discurso para el inicio del curso académico en la Universidad de Madrid, imaginó así a Fray Luis, que debió escribir las liras de su oda hacia el mes de noviembre:

Siempre que he leído esta Oda a Grial, me he imaginado a Fray Luis, allá por el otoño de 1571, contemplando melancólicamente los suaves colores del cielo y el desnudarse del follaje de los árboles:

Recoge ya el seno
el campo su hermosura; el cielo aoja
con luz triste el ameno
verdor, y hoja a hoja
las cimas de los árboles despoja.

La naturaleza parece, en este decrecer que anuncia el invierno, estar invitando al silencio de las bibliotecas y al gustoso trabajo del estudio. Es oda para intelectuales, que debe ser grata a los intelectuales:

El tiempo nos convida
a los estudios nobles...




Esta mañana, paseando por las calles de mi ciudad, envuelto en un extraño aire caliente, he sido consciente de la llegada del otoño, he visto las primeras hojas caídas. Y eso que en mi terraza rebrotan, desnortados, los dompedros. Esa estación de cambios que los antiguos llamaban entretiempo ya casi no existe en el Sur: aquí pasamos del verano al invierno sin darnos cuenta.

Quizás sean los años y no el cambio climático, pero, ahora que los cursos académicos ya no empiezan en octubre, sino mucho antes, casi en pleno verano, y que no tengo tan claro eso de los estudios nobles, en este noviembre que no parece noviembre, no sé ya muy bien si el tiempo nos invita al estudio, al recogimiento o a la lectura tranquila en la playa.


Los tres primeros paisajes de esta otoñal entrada son de Vincent Van Gogh.  El de las muchachas que amontonan las hojas (Autumn Leaves) fue pintado por John Everett Millais en 1856. Por último, el de la dama que está sentada en el banco (Senda boscosa en otoño) es obra de Hans Andersen Brendekilde.

Las fotografías corresponden respectivamente a Itzea, la casa de los Baroja, y al despacho de Benito Pérez Galdós. Dos espacios cargados de literatura. Si te interesan las fotografías de bibliotecas o mesas de trabajo de escritores, puedes encontrar auténticas maravillas en el foro Ábrete, libro, donde han dedicado un hilo a recopilarlas. Abajo te dejo el enlace.

Obras de Fray Luis de León | Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
Bibliotecas de escritores | Ábrete, libro

viernes, 16 de octubre de 2009

Ellos también leen (2)


Este caballero de mirada algo triste, que fue viajero por los Mares del Sur (como Robert Louis Stevenson) y se embarcó en un mercante (como Joseph Conrad), que llegó a vivir durante un tiempo entre caníbales y fue amigo íntimo de Nathaniel Hawthorne, que pasó del éxito al olvido momentáneo y a la fama imperecedera en lo que dura una vida, es el autor de una de las novelas más famosas de todos los tiempos: Moby Dick (1851).

En ella nos dejó, junto con sus conocimientos sobre el mar y los cachalotes, algunas de sus obsesiones, encarnadas en un personaje simbólico: el capitán Ahab, a quien la lucha vengativa contra el mal acaba convirtiendo en otra cara más de ese mismo mal.


Su comienzo es ya todo un clásico en la historia de la novela, que no me resisto a reproducir. Pongo aquí la traducción clásica de José María Valverde, que llenó muchas de mis tardes de un caluroso verano, en una lectura compartida (y gozosamente comentada, con acompañamiento de cervezas) con un amigo.

Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondria me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala.

Las referencias a Moby Dick impregnan todos los ámbitos de la cultura occidental, desde el cine a la narrativa o a los dibujos animados. Incluso he sabido que a alguien se le ha ocurrido la (casi obsesiva) idea de hacer una canción basada en cada uno de sus capítulos. Creo que va a tener bastante trabajo. ¿Quién no recuerda, por cierto, a Gregory Peck en la papel de capitán Ahab? John Huston realizó esta película en 1956, cien años después de que Melville escribiera su novela. Sus escenas finales me persiguieron algunas noches durante mi juventud.


Pero si traigo aquí al ballenero es por el cómic. Ya sabemos que ellos (los personajes de los cómics) también leen. Vamos a comprobar si a alguno le interesa Moby Dick.

Nuestro primer encuentro es con Fone Bone, el personaje creado por Jeff Smith para su obra Bone (1991), una deliciosa narración a medio camino entre la aventura fantástica y el humor, ganadora de nueve premios Eisner y ocho Harvey. Fone se ve obligado a abandonar junto a sus primos la ciudad en la que ha vivido desde siempre y se interna en un misterioso valle lleno de sorprendentes criaturas. En él conoce a Thorn, una joven de la que pronto se enamora. Cuando ella revisa el contenido de su mochila, encuentra cómics, revistas y una edición de Moby Dick, el libro favorito de Fone. Ya lo ha leído tres veces, pero no puede hablar de él con nadie porque no le hacen demasiado caso. Puedes seguir la escena pinchando en las imágenes de abajo. En España se pueden encontrar actualmente dos ediciones de Bone, ambas publicadas por Astiberri: una en blanco y negro (como los comic-books de la primera edición original) y otra en color.

 

A este otro personaje clásico del cómic, en este caso europeo, lo encontramos en la cama, recuperándose de una herida. Como el tiempo transcurre lento en estos casos y tiene a mano una surtida biblioteca, se entretiene leyendo Moby Dick. ¡Qué mejor sitio para leer que una cama!


Efectivamente, se trata del Teniente Blueberry, de Jean Giraud. En concreto, de la aventura Gerónimo el Apache (Geronimo l'Apache, 1999), perteneciente a la serie Mister Blueberry. Las historias de este personaje están siendo publicadas en España por Norma Editorial.

Por último, dos adaptaciones al cómic de la novela de Melville. Una, muy simplificada, la del gran maestro: Will Eisner, que no se encuentra ni mucho menos entre sus mejores trabajos, pero que conserva su característico trazo elegante. Es más un homenaje que una adaptación como tal.


La otra, una adaptación que a cualquiera que tenga ya unos años le traerá aires nostálgicos, no sólo por la obra en sí, sino por la colección a la que pertenece: Joyas Literarias Juveniles. Nunca se valorará lo suficiente lo que esta colección supuso para toda una generación de jóvenes lectores. Lectores de cómics y de libros.


Sobre Jeff Smith y Bone | Boneville | Guía del Cómic
Sobre Jean Giraud y el Teniente Blueberry | Dargaud | Tebeosfera
Sobre Will Eisner | Official Web Site
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lunes, 12 de octubre de 2009

El verano y los ríos


Ahora que parece que el verano vaya a quedarse con nosotros para siempre, me acuerdo de los ríos de mi infancia. Ríos y verano fueron muchas veces sinónimos. Ríos de domingo, cuando mi padre no trabajaba y la familia al completo, cargada de bolsas y cestas, buscaba un riachuelo cercano en el que aliviar el calor. Nos situábamos cerca del puente. El melón y las cervezas se refrescaban en la corriente. Cuidado, no se los vaya a llevar el agua. Estaríamos apañados. El transistor, con su sonido extraterrestre, dejaba de oírse en lo mejor del partido. El sabor de la tortilla fría y el deje ahumado de los chorizos. El sonido de los guijarros al pisarlos con las suelas de goma. El encuentro con los primos y sus costumbres de ciudad. La conversación pausada de mis abuelos. La complicidad de mi hermano.



Me cuesta recordar cómo eran los bañadores que llevábamos entonces. Tened cuidado con la corriente. No os metáis donde no hagáis pie. Y llegaba el momento tan deseado: el contacto con el agua, siempre fresca, incluso en un agobiante mediodía de agosto. Los ríos reales de mi infancia tenían aguas amarillentas y fondos de barro. Aún quedaba bastante para las piscinas de dimensiones olímpicas, las cremas protectoras y las gafas de sol. Nadie se preguntaba si el río estaría contaminado o si estaría prohibido bañarse. Eso llegaría después, junto a la migración a la modesta piscina de un pueblo cercano.



Y también estaban los ríos de los mapas, con sus nombres extraños y sus resonancias antiguas (Pisuerga, Alagón, Adaja, Tormes), tan diferentes a los nuestros, cuyos nombres me parecían entonces más vulgares. Y los ríos de los poemas memorizados en la escuela, que aún resuenan en mis oídos como la tabla de multiplicar o las preguntas numeradas del catecismo:

Río Duero, río Duero,
nadie a acompañarte baja,
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa olvidada.

O este otro:

¡Oh Guadalquivir!
Te vi en Cazorla nacer,
hoy en Sanlúcar morir.



De todos aquellos ríos de mi infancia hay dos recuerdos que me han acompañado hasta ahora. El primero va asociado al miedo que pasé en un recodo fangoso en que el agua era profunda y el barro del fondo se escurría y  me hacía perder pie. De pronto, me vi solo. No sabía nadar. Estaba atrapado. Me hundía sin remedio en una fosa abisal. Cuando salí del apuro, me callé y no se lo dije a nadie. Mira que me lo habían advertido.

Y el día en que me llevaron por primera vez a pescar (o más bien a mirar cómo pescaban). Me fascinó la parafernalia de artilugios (cañas, sedal, lombrices, carretes, nudos) que llevaba un amigo de mi padre, especialmente las cucharillas, tan brillantes y amenazadoras. Además, estaban los maravillosos nombres de los peces de río: la carpa, el barbo, el lucio, el black bass (basbás en la pronunciación de mi padre), que despertaban mi imaginación, pues no se encontraban en los libros de la escuela ni en la pescadería donde compraba mi madre, llena de vulgares sardinas y de bacalaíllas como las de los lunes (las de después de las lentejas).

Aquel día, si hubiera mirado hacia atrás, antes de regresar cansado y feliz a casa, seguro que habría encontrado un viejo anzuelo olvidado entre los guijarros. La vida me lo devolvió algún tiempo después.




Todas las fotografías son propias, excepto las de los puentes, que me encantaron y tomé prestadas de Meteored, cuyo foro está lleno de hermosas fotos de paisajes. Éstas pertenecen a un río de Cáceres. Quedo en deuda con su autor, Acer, al que le doy las gracias y espero no le importe que las haya utilizado. Las otras imágenes, las propias, son del Guadalquivir: las dos primeras cerca de Mengíbar; la otra, la del agua transparente y los guijarros, es del nacimiento. Si te fijas bien en esta última (lo siento, pero es escaneada, no digital) puedes ver la sombra de un insecto zapatero, tan propio de nuestros ríos.

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sábado, 26 de septiembre de 2009

Ellos también leen (1)


Que un buen cómic (tebeo o historieta) está a la altura de un buen libro y bastante por encima de un mal libro (que los hay) es una afirmación que debería, a estas alturas, ser innecesaria. No voy a ser yo quien defienda ahora el valor de la historieta como medio artístico, poseedor de un lenguaje tan propio y tan rico como el de la novela o el cine. Basta pensar en autores como Tardi, Taniguchi, Clowes, David B, Pratt o Giardino, por citar sólo a algunos, para darnos cuenta de que sus obras no buscan sólo el simple entretenimiento (que también está), sino que hay algo más. La historieta también busca explicar la vida. Por lo pronto, una magia muy especial, dificil de justificar, que te atrapa desde pequeño y te acompaña para siempre. Quizá sea la mezcla del dibujo y el texto, el colorido de sus páginas, con olor a imprenta reciente, y el recuerdo de otras lecturas felices asociadas a tiempos ya lejanos. El recuerdo del pasado placentero intensifica el placer del presente.

Pero el motivo de esta entrada es otro. En mis años de lector de tebeos (que me temo que son ya muchos) me he encontrado a menudo con personajes que leen. Algo nada extraño si pensamos que es una actividad que forma parte de la vida cotidiana de muchos de nosotros. Siempre me he parado en esas viñetas y, aquí también, como en la playa, he intentado averiguar qué leían. La respuesta es obvia: leían otros libros y otros cómics. Aquí tenemos la primera muestra de una serie que iré ampliando en próximas entregas.


La primera ilustración, muy de noche de verano, es del dibujante Max, Premio Nacional de Cómic de 2007. Apareció no hace mucho en el suplemento Babelia, del diario El País. Es un placer encontrar allí cada sábado una nueva ilustración de Max relacionada con la lectura. Cómo me gustaría poder conseguir uno de esos maravillosos carteles, que aún sigo viendo en alguna librería, en los que un niño lee plácidamente en una azotea. No he conocido mejor campaña de animación a la lectura. También es de Max la ilustración de la pila de libros.

Adrian Tomine dibujó para The New Yorker la ilustración de abajo, la de la chica que lee (y mira cómo leen) en el metro. En su web oficial puedes encontrar una galería de dibujos suyos impresionante. Tienes el enlace abajo. De Adrian Tomine, un dibujante estadounidense independiente, se han publicado en España, hasta donde yo sé, Sonámbulo y otras historias (Sleepwalk and Other Stories, 1997), Rubia de verano (Summer Blonde, 2002) y Shortcomings (2007).


A Tintín, que también lee (cuando Milú y el Capitán Haddock lo dejan), todo el mundo lo conoce. Aquí parece que se dispone a leer algo bastante serio y de mucho peso. ¿Sabes a qué álbum pertenece la viñeta? ¿Sobre qué buscará información?


Por último, esta viñeta de Snoopy y Carlitos, que descubrí gracias a Librosfera, un cuidadísimo e imprescindible blog sobre libros, ilustración y lectura, que te animo a visitar. Me hace gracia el recelo del niño hacia algo que le dan gratis, sin pedir nada a cambio. Quizá algún lector compulsivo de bibliotecas, de esos que hay por ahí, debería plantearse algo parecido.


El copyright de todos estos dibujos, que aparecen aquí reproducidos a modo de homenaje, pertenece a sus respectivos autores.

Vía | Librosfera
Web de Max | Maxbardin
Web de Tomine | Adrian Tomine | Drawn & Quarterly

viernes, 11 de septiembre de 2009

Leer en la playa


Me gusta leer en la playa. Sé que son muchos los que opinan lo contrario (que si la arena, que si la luz excesiva, que si el viento) y sé que, probablemente, no sea el lugar más propicio para la lectura, pero siempre disfruto con un buen libro, mientras hundo los pies en la arena caliente y los sonidos de mi alrededor se apagan hasta casi desaparecer. Me gusta la luz coloreada por las sombrillas y, sobre todo, me gusta el atardecer, cuando la playa se va quedando vacía y sabes que tienes que dejar el libro, pero aguantas un poco más, sólo unas páginas, hasta enterarte de si lograrán escapar del Nautilus después de conocer todos sus secretos o de si el anciano volverá, una noche más, a esa extraña posada de las afueras de Tokio, donde lo espera una desconocida muchacha narcotizada, junto a la que va a dormir, o de si el asesino que te  aguarda en el callejón acabará finalmente contigo.

Un último baño te devuelve a la realidad. El poder de la lectura es lo más cercano a la magia que conozco: los dedos de tus pies han jugueteado con la arena de Cádiz  y, mientras, estaban pisando el barro de una aldea gallega o los caminos de un reino imaginado sobre el que se cierne la inminente amenaza del invierno. Pocas cosas, excepto el cine, tienen un poder tan fuerte para suspender la realidad, para dejarla por un momento de lado. El tiempo de tener abiertas las páginas de tu libro. El libro, ese objeto tan perfecto y tan fácil de transportar que no podrá ser sustituido, sin grave pérdida, por ningún artilugio moderno.


Además, está el aliciente de espiar otras lecturas. Cada sombrilla de lectores es un mundo, una isla independiente que podemos vislumbrar desde lejos. Mira, aquella chica está leyendo Guerra y paz. ¿Has visto que se ha traído a la playa El rumor del oleaje? Álvaro, a ver si puedes ver qué libro lee aquel muchacho. Es como ir en un tren: me resulta imposible no curiosear qué libros leen a mi alrededor.

Pero leer en la playa también tiene sus inconvenientes. Quizá el más innoble sea el efecto atigrado en el vientre o la palidez casi vampírica del rostro, que te deja por mentiroso cuando dices que has estado de veraneo en la costa. En un ingenioso cortometraje de Jean-Pierre Jeunet titulado Foutaises (1989), el protagonista enumera cosas que le gustan y que le molestan (más tarde retomará la idea en Amélie). Entre las que más le gustan está el encontrar arena entre las páginas de un libro algunos meses después de haberlo leído. Si te apetece ver el corto, lo tienes aquí.

También tiene arena, mezclada con la pintura, el lienzo de Edouard Manet que abre esta entrada. Se titula Sur la plage y fue pintado en 1873, durante las tres semanas que el artista pasó con su familia en Berck-sur-Mer. Mientras Suzanne, su mujer, lee ensimismada, bien protegida por el sombrero, el velo y el amplio vestido, su hermano Eugène contempla los veleros en la lejanía del horizonte. El  cuadro de abajo, titulado Woman Reading at The Beach (1939), pertenece al pintor expresionista alemán Max Beckmann.


¿Y a ti? ¿Te gusta leer en la playa?

Foto | Crespoju

martes, 8 de septiembre de 2009

Mi vecino Totoro


Estos últimos días de verano nos han traído un maravilloso regalo. Me entero de que Aurum va a distribuir en los próximos meses ediciones remasterizadas en DVD de las películas más importantes de Studio Ghibli, entre ellas Mi vecino Totoro (Hayao Miyazaki, 1988), aún inédita en este formato en España. La he podido ver un par de veces en unas condiciones más bien penosas (VHS degradado y doblado al español) y es una auténtica maravilla. Además, por si fuera poco, la van a proyectar en salas de cine (30 de octubre), lo que ya me parece un auténtico lujo, una oportunidad irrepetible.


Y es que por mucho home cinema que pongamos en nuestras vidas, no hay mejor manera de ver una película que en el cine, en la pantalla grande de esa sala oscura para la que fue concebida. Hasta hace relativamente poco, era posible encontrar en nuestras ciudades, en un ciclo organizado por la Universidad o algún cineclub, reposiciones de películas clásicas. Recuerdo con emoción haber visto en Granada Con faldas y a lo loco (Billy Wilder, 1959) con una Marilyn Monroe aún más resplandeciente (si eso es posible) en el blanco y negro del celuloide original, que nada tiene que ver con el de la televisión. Pero eso ya pasó a mejor vida. Ahora, en muchísimas ocasiones, ni las películas de estreno llegan a nuestros cines. En la ciudad donde yo vivo no han estrenado, por ejemplo, Ponyo en el acantilado, la última película de Miyazaki. Eso sí, el éxito taquillero del momento suele ocupar varias salas. Por eso, se agradece, aunque forme parte de una estrategia comercial, la reposición de Mi vecino Totoro.


Pero no nos vayamos por las ramas. Hayao Miyazaki es autor de un buen puñado de obras maestras. Y no sólo él, sino también otros miembros de Studio Ghibli como Isao Takahata, Tomomi Mochizuki, Hiroyuki Morita o Yoshifumi Kondo. Películas como Nausicäa del Valle del Viento (1984), El castillo en el cielo (1986), El cementerio de las luciérnagas (1988), Nicky, la aprendiz de bruja (1989), Recuerdos del ayer (1991), Porco Rosso (1992), Pompoko (1994), Susurros del corazón (1995), La princesa Mononoke (1997), El viaje de Chihiro (2001), El castillo ambulante (2004) o Ponyo en el acantilado (2008) ocupan ya un lugar destacado en la historia del cine y, sobre todo, en el recuerdo de muchos de los que las hemos disfrutado.


Yo no sabría decir qué película de Ghibli me gusta más. En realidad, todas. Pero, quizá por motivos de afinidad sentimental, siempre suelo quedarme con Mi vecino Totoro: el mundo de la infancia, la mudanza a una nueva casa, el campo, lo mágico japonés, la mezcla de lo cotidiano y lo fantástico, la relación entre las hermanas y el padre, los duendes del polvo, el árbol grande, la felicidad, la  ausencia de la madre, el descubrimiento constante.

Mi vecino Tororo (Tonari no Totoro) se desarrolla en el Japón rural de los años 50. Un profesor de universidad se traslada con sus dos hijas,  Mei y Satsuki, a una vieja casa de campo, mientras su madre, convaleciente de una enfermedad, se recupera en un hospital cercano. Allí encuentran un mundo mágico habitado por entrañables espíritus del bosque.


La película nos trae la pureza de la sencillez más profunda. Se nota que es una película hecha desde la propia emoción del creador, que sabe transmitir, desde la simplicidad, matices muy variados que siempre sugieren más de lo que muestran. Miyazaki es un artesano de los fotogramas que durante mucho tiempo se ha negado a usar la animación por ordenador. Animación de autor en el buen sentido. Eso es el Studio Ghibli. Por desgracia, todavía habrá muchos que pensarán que, como son dibujos animados, se trata de una película menor, sólo para niños. Bueno, pues esto es cine con mayúsculas, a la altura de otros cineastas japoneses como Kurosawa o Mizuguchi y por encima, por supuesto, de esas sesudas (y tramposas) películas que se nos venden como el colmo de la profundidad intelectual. Todavía hay quienes desprecian las películas de John Ford porque, al fin y al cabo, son de pistoleros.

Al final, nos queda una sensación de inmensa felicidad, de habernos reconciliado de algún modo con la vida. Ya tengo ganas de que llegue el 30 de octubre.

Vía | ZonaDVD | Blog de Cine

domingo, 6 de septiembre de 2009

El Tormes de Lázaro


Pues sepa Vuestra Merced ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera. Mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí. De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río.

Uno de los comienzos más famosos de la literatura. Nuestro héroe, como antes Amadís de Gaula, ha nacido en el río, pero sus padres no tiene noble linaje. Su madre no se llama Elisenda, sino Antona Pérez, y nadie lo ha lanzado al agua dentro de un arca con un pergamino que dice: "Éste es Amadís sin Tiempo, hijo del Rey". A Lázaro lo van a encomendar a un ciego, que le enseñará muy rápido en qué consiste la vida. A su padre, que no es rey, lo encarcelan cuando él tiene ocho años, acusado de "ciertas sangrías malhechas en los costales de los que allí a moler venían". Aún le queda mucho que pasar, muchas fortunas y adversidades, antes de llegar a buen puerto. Comienza la literatura del pobre.

Esta preciosa fotografía, que encontré en la web La druida de la Historia, fue tomada casi cuatro siglos más tarde. Nos presenta una escena cotidiana de hacia 1940: una mujer hace la colada en el río Tormes, con la Catedral de Salamanca y el Puente Romano de fondo, muy cerca de donde nació nuestro pícaro. Azorín diría que se trata de la propia Antona Pérez y que ese día ya estaba preñada de Lázaro. Yo no me atrevo a tanto, pero la verdad es que la fotografía tiene algo de  eterno retorno. No en vano estamos ante las aguas del mismo río.


Foto | La druida de la Historia

lunes, 31 de agosto de 2009

Paseos, Washington Irving, El Puerto


Me gusta mirar los edificios antiguos e imaginar qué gentes han vivido (o viven aún) en ellos. Un edificio tiene mucho de cápsula del tiempo. Sí, ya sé que algunos están muy reformados y que sólo queda  su estructura, pero, a pesar de todo, hay cierto encanto en que allí, en ese solar, entre esas paredes (si es que se conservan) viviera su día a día alguien a quien hoy valoramos. Además, están las ventanas, que son como una llamada a nuestra imaginación, como una invitación a que miremos dentro. No es de extrañar que hayan dado tanto juego literario a lo largo de la historia.

Estas fotografías las hice una mañana en El Puerto de Santa María. Paseaba por una calle céntrica y me encontré con una placa conmemorativa que  recordaba a los viandantes que allí vivió durante un tiempo el escritor norteamericano Washington Irving, el autor de Cuentos de la Alhambra, La leyenda de Sleepy Hollow (el jinete sin cabeza) o Rip Van Winkle. Pasear tranquilamente por un ciudad, sin prisas, puede ser una terapia tan provechosa para nuestro espíritu como la contemplación de un río.



Irving, de ascendencia angloescocesa, estuvo algunos años en España, atraído quizá por el exotismo casi legendario que para los románticos destilaba el Sur, e incluso llegó a ser Embajador de Estados Unidos en Madrid.  Fue un enamorado de nuestra Historia y nuestra cultura. Al parecer, según leo en Habitantes y gente de El Puerto de Santa María, una documentadísimo sitio, con preciosas fotografías de época, dedicado a rescatar del olvido a personajes ilustres de la ciudad, estuvo en esta casa invitado por la familia Böhl de Faber, la de la escritora Fernán Caballero, a quien conoció poco después en Sevilla. Se acercaba el final del verano de 1828 y tuvo que permanecer allí más tiempo del previsto, hasta el otoño, obligado por una epidemia que cortó las comunicaciones entre Cádiz y Sevilla. ¿Cómo sería un mes de agosto de 1828 en El Puerto? ¿Qué escribiría tras estas ventanas? ¿Queda mucho del edificio original? Son preguntas que nos hacemos también un mes de agosto, muchos años después.

Hoy se lee poco a Irving, que llegó a ser muy conocido en su tiempo. Su influencia llega a Hawthorne o Allan Poe. La película de Tim Burton nos ha traído la reedición de alguno de sus relatos y poco más. Hace unos años, Cuentos de la Alhambra era un libro relativamente leído y conocido. Me parece que ahora ha quedado como un  recuerdo más para turistas, de esos que venden en Granada con portadas plastificadas y muy llamativas, traducido a las lenguas más extrañas que podamos imaginar. Es como si el destino lo hubiera llevado a formar parte de ese Sur un poco exótico y mitificado que tanto le atraía. Es la distancia que separa a los viajeros románticos de los turistas actuales.

El Puerto de Santa María es una ciudad que se presta al callejeo. No muy lejos de aquí podemos encontrar un pequeño homenaje al dramaturgo Pedro Muñoz Seca, portuense de nacimiento.


O, ya sin referencias literarias conocidas (al menos por mí), casas tan sugestivas como ésta, que seguro que tiene más de una historia que contar.

jueves, 27 de agosto de 2009

Los colores de la infancia


Me gusta el colorido del mundo oriental. Una estética que les viene de antiguo y que no teme la mezcla, el exceso, la viveza. Cualquier escena de una película de Kurosawa, Miyazaki, Imamura o Yimou, las calles de una ciudad japonesa, los quimonos, el rojo de los puentes, los estandartes de los guerreros feudales, las llamativas portadas de los libros y los mangas, el envoltorio de un caramelo, nos transportan a un mundo en el que los colores son un valor en sí mismos. La propia naturaleza parece estar de su parte. No me extraña que ese gusto suyo por cuidar tanto la estética llegue hasta la gastronomía. Un plato japonés antes se ve y luego se come. Es una pequeña obra de arte en miniatura: está pensado para el disfrute de todos los sentidos. Nuestras ciudades, en cambio, me parecen más apagadas.

Pero la infancia siempre tiene muchos colores, hasta en los pueblos más grises. El color de los cromos, el de las cajas de plastidecores, los estuches de lata con pastillas casi infinitas de acuarela. Y, por supuesto, las chucherías. Casi estoy por asegurar que en mi televisión en blanco y negro de aquella época los dibujos de  Los Picapiedra tenían color.

Estas fotografías las tomé hace algún tiempo en Cádiz, en un mercadillo improvisado de golosinas que habían montado en el puerto con motivo de una regata de veleros. Inmediatamente llamaron mi atención: más por el colorido, por la perfecta alineación geométrica de las piezas, que por la promesa segura de su sabor. Un lego de golosinas. Además, la luz de Cádiz, pese al calor y al mediodía, siempre es especial e hizo el resto.



Recuerdan los escaparates de las pastelerías de nuestra infancia, con sus dulces alienados diciendo cómeme, como una procesión de merengues, cremas y natas tentadora e inalcanzable. Te provocaban eso que mi abuela llamaba llenar el ojo antes que la tripa. La mejor evocación que he leído sobre las pastelerías y la infancia es de Luis García Montero. En Luna del Sur, quizá uno de sus libros menos conocidos, recordando la pastelería Bernina de Granada, escribe:

Los mostradores de cristal, los bombos infinitos con infinitas clases de caramelos y los dibujos todavía demasiado distantes de las cajas de bombones cercan al niño en un vértice de primera impotencia. Y el niño se queda solo, indecisamente agitado, como lo estará años más tarde el joven que entre por primera vez en una librería de país extranjero y se vea de pronto pequeño, con incalculables abundancias en los ojos y un bolsillo mil veces calculado al cambio, contado y recontado en una tienda de alimentación. Pero el niño por fin se decide, orgulloso en su idioma sectario de barquillos, princesas, glorias, mediasnoches, o señala con el dedo y vigila el acierto del dependiente, no vayan a equivocarse sus largas pinzas entre tantas bandejas.

Los escenarios de la infancia. A mí se me ocurren, para empezar, dos: las pastelerías y los ríos. ¿Y a ti? ¿Cuáles son los escenarios de tu infancia? Bueno, ni las pastelerías ni los ríos son ya lo que eran. Nosotros, tampoco. Por eso, me acuerdo ahora de este poema de Antonio Machado, que, de un modo contenido, nos transmite esa sensación de infancia disfrutada a cambio de poco, que ya no volverá.

Pegasos, lindos pegasos,
caballitos de madera.

Yo conocí, siendo niño,
la alegría de dar vueltas
sobre un corcel colorado,
en una noche de fiesta.

En el aire polvoriento
chispeaban las candelas,
y la noche azul ardía
toda sembrada de estrellas.

¡Alegrías infantiles
que cuestan una moneda
de cobre, lindos pegasos,
caballitos de madera!

En cualquier caso, como dice García Montero:

Es aconsejablemente humilde y dulce pagar la deuda de las nostalgias con el precio de un pastel.

sábado, 22 de agosto de 2009

Hojita verde con sol


Ribera del Guadalquivir


Nostaljia

¡Hojita verde con sol,
tú sintetizas mi afán:
afán de gozarlo todo,
de hacerme en todo inmortal!

Juan Ramón Jiménez | Piedra y cielo

Adolescentes y viajes


Los adolescentes y los viajes. Extraña y fascinante mezcla. No me resisto a traer a La melancolía de los ríos esta tira de la famosa serie Zits, que ilustra perfectamente una situación que a muchos les resultará familiar. Y es que la cosa tiene su lógica: ¿Para qué ir tan lejos si allí no hay botones que aporrear?

La serie Zits, creada por Jerry Scott (guión) y John Borgman (dibujo), se publica en la prensa estadounidense (King Features Syndicate) desde 1997. Se centra en la figura de Jeremy Duncan, un adolescente de 15 años que empieza a descubrir a sus padres, la amistad, el amor. La vida.



En España está siendo publicada por Norma Editorial. De momento, han aparecido once volúmenes de 128 páginas, que incluyen tanto las tiras diarias como las dominicales. No llega a la altura de la genial Calvin y Hobbes de Bill Watterson, pero la verdad es que no tiene desperdicio. A cada momento te descubres a ti mismo prometiéndote que será la última tira que leas por hoy. Pero ya se sabe que la voluntad es débil y que no podemos cumplir todas nuestras promesas, especialmente si hay una sonrisa asegurada al volver la página.


martes, 18 de agosto de 2009

Suelos pisados



Baelo Claudia, Cádiz


Todo viaje es siempre un viaje en el tiempo. Viajar es entrar en contacto con paisajes que otros ojos miraron, tocar columnas en las que se apoyaron otras manos, pisar las losas que otros pies recorrieron antes que los nuestros. No importa el tiempo que haya transcurrido. Las calzadas romanas han conservado las marcas de carros que pasaron constantes y presurosos sobre ellas. Nuestras catedrales están llenas de huellas que generaciones de fieles dejaron sin saberlo.

En un hermoso poema nos confesaba Bertold Brecht su predilección por los objetos usados:

De todos los objetos, los que más amo
son los usados.
Las perolas de cobre con abolladuras y bordes aplastados,
los cuchillos y tenedores cuyos mangos de madera
han sido cogidos por muchas manos. Éstas son las formas
que me parecen más nobles. Esas losas en torno a viejas casas,
desgastadas de haber sido pisadas tantas veces,
esas losas entre las que crece la hierba. me parecen
objetos felices.

No lo puedo evitar: me encanta fotografiar suelos. La primera fotografía corresponde a la ciudad romana de Baelo Claudia. En concreto, a la calle principal, la llamada decumanus maximus, que, según dicen los arqueólogos, conserva su enlosado original, afectado por los terremotos que sufrió la ciudad. Podemos imaginarlo lleno de gentes que se dirigen al templo de Minerva o a las termas o transportan pesados cargamentos de salazón y garum con destino a la capital del Imperio. Se les hace tarde y los pedidos llevan mucho retraso.


Baelo Claudia, Cádiz


Estas losas me recordaron las del antiguo templo de Júpiter en Roma, en el Capitolio, que, como es natural, no me dejaron pisar. Lástima. No hay suelos como los romanos.


Templo de Júpiter, Roma


Los pies también tienen memoria. Al final del viaje, cargados de distancias y quizá un poco más sabios, vuelven juntos a casa. Si la poesía, como dice William Wordsworth, procede de la pasión recordada en la tranquilidad, quizá la esencia del viaje esté en los recuerdos que animarán nuestra mesa camilla en invierno.


Gianicolo, Roma