viernes, 11 de septiembre de 2009
Leer en la playa
Me gusta leer en la playa. Sé que son muchos los que opinan lo contrario (que si la arena, que si la luz excesiva, que si el viento) y sé que, probablemente, no sea el lugar más propicio para la lectura, pero siempre disfruto con un buen libro, mientras hundo los pies en la arena caliente y los sonidos de mi alrededor se apagan hasta casi desaparecer. Me gusta la luz coloreada por las sombrillas y, sobre todo, me gusta el atardecer, cuando la playa se va quedando vacía y sabes que tienes que dejar el libro, pero aguantas un poco más, sólo unas páginas, hasta enterarte de si lograrán escapar del Nautilus después de conocer todos sus secretos o de si el anciano volverá, una noche más, a esa extraña posada de las afueras de Tokio, donde lo espera una desconocida muchacha narcotizada, junto a la que va a dormir, o de si el asesino que te aguarda en el callejón acabará finalmente contigo.
Un último baño te devuelve a la realidad. El poder de la lectura es lo más cercano a la magia que conozco: los dedos de tus pies han jugueteado con la arena de Cádiz y, mientras, estaban pisando el barro de una aldea gallega o los caminos de un reino imaginado sobre el que se cierne la inminente amenaza del invierno. Pocas cosas, excepto el cine, tienen un poder tan fuerte para suspender la realidad, para dejarla por un momento de lado. El tiempo de tener abiertas las páginas de tu libro. El libro, ese objeto tan perfecto y tan fácil de transportar que no podrá ser sustituido, sin grave pérdida, por ningún artilugio moderno.
Además, está el aliciente de espiar otras lecturas. Cada sombrilla de lectores es un mundo, una isla independiente que podemos vislumbrar desde lejos. Mira, aquella chica está leyendo Guerra y paz. ¿Has visto que se ha traído a la playa El rumor del oleaje? Álvaro, a ver si puedes ver qué libro lee aquel muchacho. Es como ir en un tren: me resulta imposible no curiosear qué libros leen a mi alrededor.
Pero leer en la playa también tiene sus inconvenientes. Quizá el más innoble sea el efecto atigrado en el vientre o la palidez casi vampírica del rostro, que te deja por mentiroso cuando dices que has estado de veraneo en la costa. En un ingenioso cortometraje de Jean-Pierre Jeunet titulado Foutaises (1989), el protagonista enumera cosas que le gustan y que le molestan (más tarde retomará la idea en Amélie). Entre las que más le gustan está el encontrar arena entre las páginas de un libro algunos meses después de haberlo leído. Si te apetece ver el corto, lo tienes aquí.
También tiene arena, mezclada con la pintura, el lienzo de Edouard Manet que abre esta entrada. Se titula Sur la plage y fue pintado en 1873, durante las tres semanas que el artista pasó con su familia en Berck-sur-Mer. Mientras Suzanne, su mujer, lee ensimismada, bien protegida por el sombrero, el velo y el amplio vestido, su hermano Eugène contempla los veleros en la lejanía del horizonte. El cuadro de abajo, titulado Woman Reading at The Beach (1939), pertenece al pintor expresionista alemán Max Beckmann.
¿Y a ti? ¿Te gusta leer en la playa?
Foto | Crespoju
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Soy incapaz de leer en la playa, prefiero mirar a mi alrededor y escuchar el mar.
ResponderEliminarExcelente entrada, Chimista!
ResponderEliminarA mi me incomoda bastante el viento y la arena, pero a pesar de esto lo cierto es que me encanta matar el tiempo leyendo fuera de casa. Una plazas, un parque, una playa o una cafetería no muy ruidosa, me da lo mismo...