jueves, 4 de junio de 2020

Espejo oscuro


Muy tarde, de madrugada. No sé si el espejo vibra porque quiere llamar mi atención o quiero que el espejo vibre para llamar su atención. Al otro lado, un mundo de sombras en un mundo de sombras. La noche de la noche. Quietud y vibración. Oscuridad.

sábado, 30 de mayo de 2020

Palmera Oro


Siempre me dio miedo entrar en aquel lavadero. Un escalofrío acompañaba el inconfundible olor a humedad y gato, que intuía agazapado en lo oscuro. Solo un ventanuco iluminaba el recinto. Ninguna bombilla en el techo. Para ver algo, tras la intensa luz del patio, debía esperar. Un amontonamiento de objetos inservibles iba saliendo de su mundo espectral y se formaba ante mis ojos, todos ellos mezclados en mi imaginación de pocos años con ratas, jaulas y colchones viejos. La marca en el tejado era de un árbol caído que soliviantó a mis padres de madrugada, según les gustaba contar.

Pero aquella tarde el cielo estaba azul y la tormenta, si existió, no era más que un hilo perdido en la memoria de mi madre. Además, mi misión estaba clara, al menos así lo entendí yo: rebuscar en el cajón de herramientas y traer con mucho cuidado un sobre de cuchillas de afeitar «Palmera». No se te ocurra abrirlo, me insistieron. Mi padre llevaba días ordenando viejas fotografías. Las colocaba en un álbum grande, de hojas ya entonces amarillas, vertical. Las disponía con mimo, hacía marcas y cortaba el papel de modo que las fotos quedaban bien sujetas por las esquinas. Mientras lo hacía, guardaba silencio. Quizá, eso lo pienso hoy, iba cambiando de escenario con cada foto. Al fin y el cabo, un álbum familiar es solo eso. Un inventario de tiempo acumulado. Un tren de sombras cargado de pasajeros hoy para mí desconocidos.

En este mayo confinado e interminable, con el álbum de viejas fotos en la mesa iluminada de la memoria, me pregunto por todo aquello y me pongo a escribir para entenderlo.

jueves, 21 de mayo de 2020

Las condiciones del pájaro solitario


He de reconocer que siempre he sentido atracción por eso que ahora se llama metapoesía. Me gusta que un poeta explique cómo entiende su trabajo, su «poética». Las hay magníficas. Recuerdo ahora mismo algunas de Jaime Gil de Biedma, Vicente Aleixandre, José Ángel Valente, Ángel González, Luis Cernuda, Luis Alberto de Cuenca, Roberto Juarroz o Alejandra Pizarnik. La lista sería interminable.

De todas ellas, hay una por la que siento especial predilección. Es de San Juan de la Cruz, uno de mis poetas favoritos de todos los tiempos. Un poeta inagotable. Y no me llegó directamente, sino a través de otro poeta al que también admiro: José Ángel Valente. En un magnífico artículo titulado «Las condiciones del pájaro solitario» (La piedra y el centro, 1982), Valente, tras reflexionar sobre la auténtica naturaleza de la palabra poética, señala:
Soledad o libertad esencial de la obra, cuya definición mejor acaso fuese predicar de ella las cinco condiciones del pájaro solitario, según las declaró Juan de la Cruz, que deberían los niños aprender de memoria —cantando— en las escuelas: «La primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente».
De su Cántico espiritual son estos versos memorables:
En soledad vivía,
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido.
Mejor no se puede decir.

viernes, 1 de mayo de 2020

Vida y color


En el lavadero donde mi padre guardaba sus herramientas ocurría aquella tarde algo muy extraño. Dentro de una desvencijada caja de cartón, pequeñas gotas metálicas (restos de algún termómetro quebrado) cobraban vida entre arandelas, resistencias, válvulas de radio, cromos olvidados, amianto en hilachas, retorcidos alambres de estaño y aparatos vencidos por el uso, acumulados allí con la reprobación cómplice de mi madre. Surcos lentos del mercurio entre el polvo. Olor a óxido de tornillo. Opacidad imposible de metal. Persistente deseo de hacer, aún hoy, empujándolas con un palito, de varias gotas una sola y luego volverla a separar. Placer infantil de crear y destruir. Sabíamos que era mercurio porque él nos había advertido. No conocíamos aún la tabla periódica. Ni el nombre de los planetas. Ni el peligro. Ni el miedo adulto a la enfermedad.

jueves, 23 de abril de 2020

Acerca del alma


La verdad es que no se puede escribir directamente acerca del alma. Al mirarla se desvanece.

Virginia Woolf | Diarios

martes, 21 de abril de 2020

De sombreros en vuelo


Hay en los sombreros algo maravilloso y al tiempo ridículo, como en cada uno de nosotros. La entrada de hoy es una historia de sombreros en vuelo, unidos solo por el ligero vientecillo de la memoria y la improvisación.

Imagina que eres un caballero inglés del XIX. Unas maniobras en el campo y un vivac. Toda una multitud de pacíficos conciudadanos se concentra para ver a «los valientes defensores de la nación reunidos con espléndido atavío». Y, de pronto, un sombrero juguetón. Así lo cuenta Dickens, tan moderno siempre (aunque algunos lo nieguen), en ese prodigio cervantino que es Los papeles póstumos del club Pickwick (1837), su primera novela:
Snodgrass y Winkle acababan de realizar cada cual una voltereta obligada con notable agilidad, cuando el primer objeto que encontraron las miradas de este último, al sentarse en el suelo a restañar con un pañuelo amarillo de seda el torrente de vida que brotaba de su nariz, fue su venerado jefe, a cierta distancia, persiguiendo su propio sombrero, que se le escapaba revoloteando juguetón en lontananza.
     Hay pocos momentos en la existencia de un hombre en que este experimente tan lamentable angustia y encuentre tan escasa conmiseración caritativa como cuando va en persecución de su propio sombrero. Para alcanzar un sombrero se requiere mucha frialdad y un grado especial de discernimiento. Uno no se debe precipitar, pues lo pisará; no debe caer tampoco en el extremo opuesto, pues lo perderá por completo. El mejor modo es mantenerse gentilmente a la altura del objeto de la persecución, ser prudente y cauteloso, acechar bien la oportunidad, pasar poco a poco delante de él, y entonces dar un ataque rápido, agarrarlo por el ala y encajarlo firmemente en la cabeza; todo este tiempo sonriendo agradablemente, como si uno considerara que es una broma tan buena como cualquier otra.
     Hacía un hermoso viento sutil, y el sombrero del señor Pickwick rodaba juguetonamente delante de él. El viento soplaba, y el señor Pickwick resoplaba, y el sombrero seguía avanzando y avanzando tan alegre como una marsopa en una corriente fuerte; y podría haber seguido su carrera mucho más allá del alcance del señor Pickwick si su trayecto no hubiera quedado providencialmente detenido, precisamente cuando este caballero estaba a punto de abandonarlo a su destino.
¿Conseguirá el señor Pickwick atrapar su sombrero? No seré yo quien desvele su secreto. Lo ridículo de perder un sombrero y la elegancia (disimulo) con que un caballero debe recuperarlo.


¿Quién no ha perdido la compostura corriendo en la playa detrás de una sombrilla que quiso ser cometa o tras la entrada de cine en un día de viento o persiguiendo un billete fugitivo al pagar en la gasolinera o un flotador que se aleja más y más con la marea o (quizá ahora) la mascarilla justo al salir del supermercado, bien cargado de bolsas? Una vez perdí una cuchilla de afeitar en el cuarto de baño. La agitaba con tanta energía en el agua que ¡zas! desapareció. Nunca más supe de ella. Una cara de estupor me contemplaba desde el otro lado del espejo. «Eso es, literalmente, quedarse en mitad del afeitado», me dijo.

La ridiculez nos hace humanos y, quizá por eso, la tememos, para no descubrir nuestra fragilidad. No somos nada cuando nos sacan de nuestro esquema, de nuestra compostura. Los sombreros deben estar sobre nuestras cabezas y las sombrillas en la arena. Un resbalón en la nieve, un chapuzón inesperado y con ropa en el río, las gafas en una montaña rusa, el bikini en la playa. De pronto, estamos descolocados y sometidos a la risa ajena, esa que censuraba Jorge de Burgos (Borges) en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, de ahí su afán por ocultar el libro segundo de la Poética de Aristóteles.

Este fragmento de Dickens me ha recordado, en otro tono, el vuelo mágico y casi lírico de un sombrero en el bosque en la película Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, 1990), de los hermanos Coen; y, sobre todo, las instrucciones que tanto solía frecuentar Cortázar (para subir un escalón, para dar cuerda a un reloj, para llorar, para matar hormigas en Roma) en sus Historias de cronopios y de famas (1962). Dickens podría haberlo titulado: «Instrucciones para recuperar un sombrero sin perder la dignidad».


Otro salto en el tiempo y en mi memoria. Quién mejor para sacarle provecho a un sombrero que el gran Buster Keaton. Me gusta mucho Chaplin, pero, si me obligan a elegir (espero que no), me quedo siempre con Keaton, cuyo espíritu, entre melancólico y adusto, tan bien supo recoger Alberti en su libro dedicado a los cómicos del cine mudo (Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos, 1929). En uno de los poemas más conocidos, «Noticiario de un escolar melancólico», una voz que podemos identificar con la de Keaton, tras conjugar en los diferentes casos de la declinación latina la palabra «nieve», remata con estos hermosos versos:
La luna tras la nieve
y estos pronombres personales extraviados por el río
y esta conjugación tristísima perdida entre los árboles.
Veamos ahora algunas de sus peripecias con sombreros.


Otro que no parece tenerlas todas consigo en su relación con los sombreros es Dionisio, el protagonista de Tres sombreros de copa (1932), de Miguel Mihura, a quien encontramos en una situación comprometida: se casa a la mañana siguiente y no sabe aún qué sombrero ponerse. Tiene tres sobre la cama, se los prueba, los tira hacia arriba (Paula más adelante pensará que es malabarista), pero no se decide. Así se lo cuenta a Don Rosario, el dueño de la pensión donde pasa su última noche de soltero:
DIONISIO.— Un sombrero de copa, para la boda. (Lo saca.) Este me lo ha regalado mi suegro hoy. Es suyo. De cuando era alcalde. Y yo tengo otros dos que me he comprado. (Los saca.) Mírelos usted. Son muy bonitos. Sobre todo se ve enseguida que son de copa, que es lo que hace falta… Pero no me sienta bien ninguno… (Se los va probando ante el espejo.) Fíjese. Este me está chico… Este me hace una cabeza muy grande… Y este dice mi novia que me hace cara de salamandra...
DON ROSARIO.— Pero ¿de salamandra española o de salamandra extranjera?
DIONISIO.— Ella solo me ha dicho que de salamandra.
Y, una vez recuperados (o no) nuestro sombrero y nuestra compostura, llega el momento de cerrar esta entrada. No nos vaya a pasar lo que a Keaton en El héroe del río (Steamboat Bill Jr., 1928), cuando quiere sustituir su vieja boina y se deja aconsejar en una sombrerería. Cuidado con «el hermoso viento sutil», que suele ser algo traicionero.




sábado, 11 de abril de 2020

Tiempo de guerra


Mis padres formaron parte de la generación de los «niños de la guerra», aquellos que vivieron su infancia (la poca que les dejaron) en plena confrontación o en los duros años del hambre de la primera posguerra. Cualquier niño nacido en los sesenta ha oído hablar más de una vez, sobre todo a la hora de la comida, de cartillas de racionamiento, de pan duro de varios días («el pan no se tira»), de refugios subterráneos o del sonido de las sirenas. Una bomba dejó maltrecha la casa de mis abuelos maternos, sin víctimas, pues en ese momento no había nadie dentro. Era 1937. Tuvieron que buscar alojamiento provisional. Cada vez que paso por la iglesia de San Ildefonso rozo con los dedos las marcas de metralla que aún hoy conserva la fachada, cicatrices urbanas de un tiempo difícil. Me gusta que sigan allí. Me conectan con otro tiempo, el de mis padres. Hace unos días, mi madre me contaba por teléfono que el confinamiento le recordaba «la guerra, pero sin bombas».

En el poema «Intento formular mi experiencia de la guerra» (Moralidades, 1966) Jaime Gil de Biedma nos sorprende con este comienzo:
Fueron, posiblemente,
los años más felices de mi vida,
y no es extraño, puesto que a fin de cuentas
no tenía los diez.
Las víctimas más tristes de la guerra
los niños son, se dice.
Pero también es cierto que es una bestia el niño:
si le perdona la brutalidad
de los mayores, él sabe aprovecharla,
y vive más que nadie
en ese mundo demasiado simple,
tan parecido al suyo.
Tiempo de libertad, de descubrimiento de la naturaleza en un pueblo de Segovia:
Mi recuerdo, muy vago, es sólo una imagen,
una nítida imagen de la felicidad
retratada en un cielo
hacia el que se apresura la torre de la iglesia,
entre un nimbo de pájaros.
Y los mismos discursos, los gritos, las canciones
eran como promesas de otro tiempo mejor,
nos ofrecían
un billete de vuelta al siglo diez y seis.
¿Qué niño no lo acepta?
Luego, claro, llegará la mentalidad adulta y la revisión ideológica de lo ocurrido, y de ahí surgirá la literatura:
Quien me conoce ahora
dirá que mi experiencia
nada tiene que ver con mis ideas,
y es verdad. Mis ideas de la guerra cambiaron
después, mucho después
de que hubiera empezado la postguerra.
Recuerdo haber asistido en Granada, hace ya muchos años (probablemente sería 1983 o 1984), a unas jornadas sobre la Generación del 50 que organizaba la universidad. Fueron impresionantes. Allí descubrí a poetas y novelistas que entonces casi desconocía (Francisco Brines, José Manuel Caballero Bonald, Claudio Rodríguez, Ángel González) y a los que hoy valoro mucho. Siguieron en meses posteriores lecturas de José Ángel Valente y el propio Jaime Gil de Biedma. Conservo muchos recuerdos y algún que otro libro con dedicatoria. En uno de los debates (ya conocía el poema de Gil de Biedma) se habló sobre la experiencia de la guerra: habían sido inconscientemente felices en medio de aquel caos.

José Ángel Valente lo formuló así en un magnífico poema titulado «Tiempo de guerra» (La memoria y los signos, 1966). El recuerdo se matiza con la ironía crítica de la voz adulta:
Estábamos remotos
chupando caramelos,
con tantas estampitas y retratos
y tanto ir y venir y tanta cólera,
tanta predicación y tantos muertos
y tanta sorda infancia irremediable.


Estos días, leyendo El cuarto de atrás (1978), de Carmen Martín Gaite, libro delicioso para los que nos gusta enredar con la memoria, encuentro afirmaciones parecidas. La narradora, interpelada por un hombre de sombrero negro que aviva sus recuerdos, confiesa:
Tardo unos instantes en contestar. Podría decirle que la felicidad en los años de guerra y postguerra era inconcebible, que vivíamos rodeados de ignorancia y represión, hablarle de aquellos deficientes libros de texto que bloquearon nuestra enseñanza, de los amigos de mis padres que morían fusilados o se exiliaban, de Unamuno, de la censura militar, superponer la amargura de mis opiniones actuales a las otras sensaciones que esta noche estoy recuperando, como un olor inesperado que irrumpiera en oleadas. Casi nunca las apreso así, desligadas, en su puro y libre surgir, más bien las fuerzo a desviarse para que queden enfocadas bajo la luz de una interpretación posterior, que enmascara el recuerdo. Y nada más fácil que acudir a este recurso de manipulación, tan habitual se ha vuelto en este tipo de coloquios. Pero este hombre no se merece respuestas tópicas.
—La verdad es que yo mi infancia y mi adolescencia las recuerdo, a pesar de todo, como una época muy feliz. El simple hecho de comprar un helado de cinco céntimos, de aquellos que se extendían con un molde plateado entre dos galletas, era una fiesta. Tal vez porque casi nunca nos daban dinero. A lo poco que se tenía, se le sacaba mucho sabor. Recuerdo el placer de chupar el helado despacio, para que durara.



Cuánta buena literatura ha surgido (y sigue surgiendo) del choque entre memoria infantil y experiencia adulta. Un conocido ensayo de Gil de Biedma titulado «Sensibilidad infantil, mentalidad adulta» (El pie de la letra, 1980) trata esta cuestión esencial:
Para que el poema resulte satisfactorio ha de presentarnos una realidad en la que el divorcio entre las cosas o los hechos y las significaciones ha sido superado, pero esa realidad integrada debe a la vez guardar adecuación con la realidad de la experiencia habitual, es decir, con aquella en que precisamente se da el divorcio cuya superación se pretende.
Mi padre nació el mismo año que Jaime Gil de Biedma y José Ángel Valente. Cuatro años antes había nacido Carmen Martín Gaite. Desde siempre he sentido una atracción irresistible por todo lo relacionado con los años de posguerra, los de su infancia y juventud: canciones, objetos, recuerdos, libros. Reviso viejas fotografías, marcadas en el reverso con fechas y nombres que ya no me dicen nada, pero imagino el momento en que sí fueron algo vivo. Las escaneo y ordeno, quizá para comprender lo que se me escapa, que no es otra cosa que el tiempo. Un candelabro que estuvo siempre en su casa, los libros en que aprendieron a leer, una caja de plumines para el lapicero, algún cuaderno con anotaciones de aritmética, un viejo tebeo de El Capitán Trueno (con media portada, pero muy disfrutado), una lupa y una navaja (qué joven de la época no la tenía), un calendario de la jornada de liga anotado a mano, son señales de ese otro tiempo en que hubo vida cotidiana y, a su manera, fueron felices. Recuerdos de una generación que ahora muere sola en las UCI de los hospitales, sin familiares ni amigos que los despidan. Tanta sorda infancia irremediable.

martes, 7 de abril de 2020

Hitos de la rutina


Ahora que los días pasan lentos e iguales, con la primavera escamoteada, intuida a través de un cristal, caigo en la cuenta de que hoy es Martes Santo. Mientras leo El cuarto de atrás, de Carmen Martín Gaite, que me está gustando mucho, encuentro esta reflexión de la narradora: «Las fechas son los hitos de la rutina». Algunos libros te piden cerrarlos unos minutos: te conceden una pausa, un tiempo para que divagues y dejes que tu memoria invente. No quieren arrastrarte con el vértigo argumental. Si hemos entrado en su juego (la narradora nos ha entrenado bien), cerramos el libro y se difuminan los tiempos. Este cuarto es aquel cuarto. Se abre la puerta de esas «secretas galerías del alma» de las que hablaba Machado. De pronto, tu madre, joven aún, te cuenta que va al horno, que tiene que recoger las magdalenas que encargó (son las de Proust, pero ella no lo sabe), que a la noche hará chocolate y cenaremos todos juntos, también papá. La oyes. Podremos regarlas con anís y seguro que están muy esponjosas, yo misma llevé ayer los ingredientes. Y tú, entonces, vas y pones música en tu memoria, una canción cualquiera, quizá Julia, con la voz hipnótica de John Lennon, o See Emily Play, insinuante y misteriosa, como la voz de Syd Barrett, o cualquier canción de Hank Williams o Johnny Cash. Qué bien suena ahora aquel viejo tocadiscos Philips que compartías con tu hermano.

Y pienso en lo hermosos que eran aquellos tiempos en que las magdalenas se hacían en la calle de al lado y la música era poca y se escuchaba con el corazón. Antes de volver al libro que me ha regalado mis propios recuerdos, empiezo a escribir con la esperanza de que no se cierre aún esa puerta.

No sé si de las catástrofes se aprende algo, probablemente no. Quizá solo sirvan para recordarnos lo que siempre hemos sabido: somos muy frágiles, tan frágiles (y tan fuertes) como el papel de los libros que nos hacen vivir, que nos hacen recordar, que marcan un hito en nuestra rutina.