martes, 21 de abril de 2020

De sombreros en vuelo


Hay en los sombreros algo maravilloso y al tiempo ridículo, como en cada uno de nosotros. La entrada de hoy es una historia de sombreros en vuelo, unidos solo por el ligero vientecillo de la memoria y la improvisación.

Imagina que eres un caballero inglés del XIX. Unas maniobras en el campo y un vivac. Toda una multitud de pacíficos conciudadanos se concentra para ver a «los valientes defensores de la nación reunidos con espléndido atavío». Y, de pronto, un sombrero juguetón. Así lo cuenta Dickens, tan moderno siempre (aunque algunos lo nieguen), en ese prodigio cervantino que es Los papeles póstumos del club Pickwick (1837), su primera novela:
Snodgrass y Winkle acababan de realizar cada cual una voltereta obligada con notable agilidad, cuando el primer objeto que encontraron las miradas de este último, al sentarse en el suelo a restañar con un pañuelo amarillo de seda el torrente de vida que brotaba de su nariz, fue su venerado jefe, a cierta distancia, persiguiendo su propio sombrero, que se le escapaba revoloteando juguetón en lontananza.
     Hay pocos momentos en la existencia de un hombre en que este experimente tan lamentable angustia y encuentre tan escasa conmiseración caritativa como cuando va en persecución de su propio sombrero. Para alcanzar un sombrero se requiere mucha frialdad y un grado especial de discernimiento. Uno no se debe precipitar, pues lo pisará; no debe caer tampoco en el extremo opuesto, pues lo perderá por completo. El mejor modo es mantenerse gentilmente a la altura del objeto de la persecución, ser prudente y cauteloso, acechar bien la oportunidad, pasar poco a poco delante de él, y entonces dar un ataque rápido, agarrarlo por el ala y encajarlo firmemente en la cabeza; todo este tiempo sonriendo agradablemente, como si uno considerara que es una broma tan buena como cualquier otra.
     Hacía un hermoso viento sutil, y el sombrero del señor Pickwick rodaba juguetonamente delante de él. El viento soplaba, y el señor Pickwick resoplaba, y el sombrero seguía avanzando y avanzando tan alegre como una marsopa en una corriente fuerte; y podría haber seguido su carrera mucho más allá del alcance del señor Pickwick si su trayecto no hubiera quedado providencialmente detenido, precisamente cuando este caballero estaba a punto de abandonarlo a su destino.
¿Conseguirá el señor Pickwick atrapar su sombrero? No seré yo quien desvele su secreto. Lo ridículo de perder un sombrero y la elegancia (disimulo) con que un caballero debe recuperarlo.


¿Quién no ha perdido la compostura corriendo en la playa detrás de una sombrilla que quiso ser cometa o tras la entrada de cine en un día de viento o persiguiendo un billete fugitivo al pagar en la gasolinera o un flotador que se aleja más y más con la marea o (quizá ahora) la mascarilla justo al salir del supermercado, bien cargado de bolsas? Una vez perdí una cuchilla de afeitar en el cuarto de baño. La agitaba con tanta energía en el agua que ¡zas! desapareció. Nunca más supe de ella. Una cara de estupor me contemplaba desde el otro lado del espejo. «Eso es, literalmente, quedarse en mitad del afeitado», me dijo.

La ridiculez nos hace humanos y, quizá por eso, la tememos, para no descubrir nuestra fragilidad. No somos nada cuando nos sacan de nuestro esquema, de nuestra compostura. Los sombreros deben estar sobre nuestras cabezas y las sombrillas en la arena. Un resbalón en la nieve, un chapuzón inesperado y con ropa en el río, las gafas en una montaña rusa, el bikini en la playa. De pronto, estamos descolocados y sometidos a la risa ajena, esa que censuraba Jorge de Burgos (Borges) en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, de ahí su afán por ocultar el libro segundo de la Poética de Aristóteles.

Este fragmento de Dickens me ha recordado, en otro tono, el vuelo mágico y casi lírico de un sombrero en el bosque en la película Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, 1990), de los hermanos Coen; y, sobre todo, las instrucciones que tanto solía frecuentar Cortázar (para subir un escalón, para dar cuerda a un reloj, para llorar, para matar hormigas en Roma) en sus Historias de cronopios y de famas (1962). Dickens podría haberlo titulado: «Instrucciones para recuperar un sombrero sin perder la dignidad».


Otro salto en el tiempo y en mi memoria. Quién mejor para sacarle provecho a un sombrero que el gran Buster Keaton. Me gusta mucho Chaplin, pero, si me obligan a elegir (espero que no), me quedo siempre con Keaton, cuyo espíritu, entre melancólico y adusto, tan bien supo recoger Alberti en su libro dedicado a los cómicos del cine mudo (Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos, 1929). En uno de los poemas más conocidos, «Noticiario de un escolar melancólico», una voz que podemos identificar con la de Keaton, tras conjugar en los diferentes casos de la declinación latina la palabra «nieve», remata con estos hermosos versos:
La luna tras la nieve
y estos pronombres personales extraviados por el río
y esta conjugación tristísima perdida entre los árboles.
Veamos ahora algunas de sus peripecias con sombreros.


Otro que no parece tenerlas todas consigo en su relación con los sombreros es Dionisio, el protagonista de Tres sombreros de copa (1932), de Miguel Mihura, a quien encontramos en una situación comprometida: se casa a la mañana siguiente y no sabe aún qué sombrero ponerse. Tiene tres sobre la cama, se los prueba, los tira hacia arriba (Paula más adelante pensará que es malabarista), pero no se decide. Así se lo cuenta a Don Rosario, el dueño de la pensión donde pasa su última noche de soltero:
DIONISIO.— Un sombrero de copa, para la boda. (Lo saca.) Este me lo ha regalado mi suegro hoy. Es suyo. De cuando era alcalde. Y yo tengo otros dos que me he comprado. (Los saca.) Mírelos usted. Son muy bonitos. Sobre todo se ve enseguida que son de copa, que es lo que hace falta… Pero no me sienta bien ninguno… (Se los va probando ante el espejo.) Fíjese. Este me está chico… Este me hace una cabeza muy grande… Y este dice mi novia que me hace cara de salamandra...
DON ROSARIO.— Pero ¿de salamandra española o de salamandra extranjera?
DIONISIO.— Ella solo me ha dicho que de salamandra.
Y, una vez recuperados (o no) nuestro sombrero y nuestra compostura, llega el momento de cerrar esta entrada. No nos vaya a pasar lo que a Keaton en El héroe del río (Steamboat Bill Jr., 1928), cuando quiere sustituir su vieja boina y se deja aconsejar en una sombrerería. Cuidado con «el hermoso viento sutil», que suele ser algo traicionero.




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