jueves, 27 de agosto de 2009

Los colores de la infancia


Me gusta el colorido del mundo oriental. Una estética que les viene de antiguo y que no teme la mezcla, el exceso, la viveza. Cualquier escena de una película de Kurosawa, Miyazaki, Imamura o Yimou, las calles de una ciudad japonesa, los quimonos, el rojo de los puentes, los estandartes de los guerreros feudales, las llamativas portadas de los libros y los mangas, el envoltorio de un caramelo, nos transportan a un mundo en el que los colores son un valor en sí mismos. La propia naturaleza parece estar de su parte. No me extraña que ese gusto suyo por cuidar tanto la estética llegue hasta la gastronomía. Un plato japonés antes se ve y luego se come. Es una pequeña obra de arte en miniatura: está pensado para el disfrute de todos los sentidos. Nuestras ciudades, en cambio, me parecen más apagadas.

Pero la infancia siempre tiene muchos colores, hasta en los pueblos más grises. El color de los cromos, el de las cajas de plastidecores, los estuches de lata con pastillas casi infinitas de acuarela. Y, por supuesto, las chucherías. Casi estoy por asegurar que en mi televisión en blanco y negro de aquella época los dibujos de  Los Picapiedra tenían color.

Estas fotografías las tomé hace algún tiempo en Cádiz, en un mercadillo improvisado de golosinas que habían montado en el puerto con motivo de una regata de veleros. Inmediatamente llamaron mi atención: más por el colorido, por la perfecta alineación geométrica de las piezas, que por la promesa segura de su sabor. Un lego de golosinas. Además, la luz de Cádiz, pese al calor y al mediodía, siempre es especial e hizo el resto.



Recuerdan los escaparates de las pastelerías de nuestra infancia, con sus dulces alienados diciendo cómeme, como una procesión de merengues, cremas y natas tentadora e inalcanzable. Te provocaban eso que mi abuela llamaba llenar el ojo antes que la tripa. La mejor evocación que he leído sobre las pastelerías y la infancia es de Luis García Montero. En Luna del Sur, quizá uno de sus libros menos conocidos, recordando la pastelería Bernina de Granada, escribe:

Los mostradores de cristal, los bombos infinitos con infinitas clases de caramelos y los dibujos todavía demasiado distantes de las cajas de bombones cercan al niño en un vértice de primera impotencia. Y el niño se queda solo, indecisamente agitado, como lo estará años más tarde el joven que entre por primera vez en una librería de país extranjero y se vea de pronto pequeño, con incalculables abundancias en los ojos y un bolsillo mil veces calculado al cambio, contado y recontado en una tienda de alimentación. Pero el niño por fin se decide, orgulloso en su idioma sectario de barquillos, princesas, glorias, mediasnoches, o señala con el dedo y vigila el acierto del dependiente, no vayan a equivocarse sus largas pinzas entre tantas bandejas.

Los escenarios de la infancia. A mí se me ocurren, para empezar, dos: las pastelerías y los ríos. ¿Y a ti? ¿Cuáles son los escenarios de tu infancia? Bueno, ni las pastelerías ni los ríos son ya lo que eran. Nosotros, tampoco. Por eso, me acuerdo ahora de este poema de Antonio Machado, que, de un modo contenido, nos transmite esa sensación de infancia disfrutada a cambio de poco, que ya no volverá.

Pegasos, lindos pegasos,
caballitos de madera.

Yo conocí, siendo niño,
la alegría de dar vueltas
sobre un corcel colorado,
en una noche de fiesta.

En el aire polvoriento
chispeaban las candelas,
y la noche azul ardía
toda sembrada de estrellas.

¡Alegrías infantiles
que cuestan una moneda
de cobre, lindos pegasos,
caballitos de madera!

En cualquier caso, como dice García Montero:

Es aconsejablemente humilde y dulce pagar la deuda de las nostalgias con el precio de un pastel.

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