F tenía gafas gruesas, pantalón corto y no más de diez años. Lo conocía de la escuela y, aunque no éramos amigos, quizá nos había acercado el que yo también las llevara. Eso de «gafitas cuatro ojos, capitán de los piojos» era un dicho muy común entonces. No era buen estudiante. Nunca iba demasiado aseado. Era uno de esos niños que pasaban la tarde en la calle y nunca volvían a casa antes de ponerse el sol. Tardes de amigos cambiantes, de búsquedas y rechazos.
Yo vivía en las afueras del pueblo, en una barriada de casas cercana a la fábrica de cemento. Era aplicado en los estudios y, en cuanto salía de clase, volvía a casa con mis padres y mi abuela. Vivía en un aislamiento amable. Para mí la vida era el patio de atrás, con sus macetas y su parra, y luego estaba la escuela, que no dejaba de ser una molestia soportable, con sus lápices y sus mapas. Mis rodillas estaban llenas de heridas, pero limpias, que mi madre bien que se encargaba de frotármelas a conciencia con aquel estropajo que ella llamaba esponja.
En un recreo le había contado a F que tenía en casa gusanos de seda y, asombrado, me pidió que le diera algunos. Había sido mi abuela, que vivía con nosotros, quien me aficionó. Un día apareció con unos cuantos, pequeñísimos, como virutas de goma de borrar. Los guardábamos en una caja hexagonal de ensaimadas mallorquinas, de esas grandes de letras rojas y azules. Observarlos era todo un ritual que formaba parte de los cambios de estación, como los mantecados o los libros de texto.
Una tarde de mayo, se pasó F por mi casa y, ante la mirada algo recelosa de mi abuela, escogió los que más le gustaron. Luego, nos acercamos a unas moreras inmensas que había cerca y se llevó gran provisión de hojas. Me sentía orgulloso de esos árboles frondosos a los que veía como algo mío. Qué iluso, como si los árboles pudieran ser de alguien. Y me gustaba también compartir mis conocimientos «secretos»: la localización de la morera, cómo coger las hojas sin destrozar las ramas, cómo conservarlas y, lo mejor de todo, anticipar el momento mágico en que los gusanos comenzarían a hilar el capullo.
Muchas veces me he preguntado qué habrá sido de él, qué le habrá ofrecido la vida. Fue lo más cercano a una primera amistad que recuerdo. Una de esas amistades de infancia que parecen eternas y duran unas semanas, el tiempo de vida de los gusanos, convertidos pronto en mariposas. Con ellas llega el verano, unidad de medida de la infancia, que establece una frontera: antes y después. Cuando comienza el nuevo ciclo, ya nada es igual.
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