Andrés Hurtado, el desorientado protagonista de El árbol de la ciencia (1911), está en Valencia, en casa de unos familiares suyos que no le despiertan la más mínima simpatía. Ha llegado hasta allí, tras su estancia veraniega en un pueblo cercano, buscando mejorar la maltrecha salud de Luisito, su hermano pequeño, al que quiere como a un hijo. Allí le explica a una de las criadas que debe abrir las ventanas para que entre el sol, pues hay unas cosas vivas que son malas y mueren con la luz. Ella, que nunca oyó hablar de los microbios, le cuenta a las otras criadas que el señorito está chiflado, pues dice que hay en la habitación unas moscas invisibles a las que mata el sol. Andrés ha terminado sus estudios de medicina y aprovecha, aburrido, para preparar el doctorado. Apenas sale a la calle. Rehúye la vida social. Pasa las tardes entre libros, contemplando desde una terraza los tejados cercanos. Algo desasosegante crece en su interior, Así nos lo cuenta Baroja:
Andrés bajaba a cenar, y muchas veces, por la noche, volvía de nuevo a la azotea, a contemplar las estrellas. Esta contemplación nocturna le producía como un flujo de pensamientos perturbadores. La imaginación se lanzaba a la carrera a galopar por los campos de la fantasía. Muchas veces, el pensar en las fuerzas de la Naturaleza, en todos los gérmenes de la tierra, del aire y del agua, desarrollándose en medio de la noche, le producía el vértigo.
Años después, encontramos a Daniel, el Mochuelo, y a su amigo Roque, el Moñigo, los protagonistas de El camino (1950), tumbados en un prado al caer la tarde. Todo es paz y sosiego en el valle. Es momento de confidencias. Miguel Delibes los sorprende en una de ellas:
Muchas tardes, ante la inmovilidad y el silencio de la Naturaleza, perdían el sentido del tiempo y la noche se les echaba encima. La bóveda del firmamento iba poblándose de estrellas y Roque, el Moñigo, se sobrecogía con una especie de pánico astral. Era en estos casos, de noche y lejos del mundo, cuando a Roque, el Moñigo, se le ocurrían ideas inverosímiles, pensamientos que normalmente no le inquietaban:
Dijo una vez:
—Mochuelo, ¿es posible que si cae una estrella de esas no llegue nunca al fondo?
Daniel, el Mochuelo, miró a su amigo sin comprenderle.
—No sé lo que me quieres decir —respondió.
El Moñigo luchaba con su deficiencia de expresión. Accionó repetidamente con las manos, y, al fin, dijo:
—Las estrellas están en el aire, ¿no es eso?
—Eso.
—Y la Tierra está en el aire también como otra estrella, ¿verdad? —añadió.
—Sí; al menos eso dice el maestro.
—Bueno, pues es lo que te digo. Si una estrella se cae y no choca con la Tierra ni con otra estrella, ¿no llega nunca al fondo? ¿Es que ese aire que las rodea no se acaba nunca?
Daniel, el Mochuelo, se quedó pensativo un instante. Empezaba a dominarle también a él un indefinible desasosiego cósmico. La voz surgió de su garganta indecisa y aguda como un lamento.
—Moñigo.
—¿Qué?
—No me hagas esas preguntas; me mareo.
—¿Te mareas o te asustas?
—Puede que las dos cosas —admitió.
Rio, entrecortadamente, el Moñigo.
Voy a decirte una cosa —dijo luego.
—¿Qué?
También a mí me dan miedo las estrellas y todas esas cosas que no se abarcan o no se acaban nunca. Pero no se lo digas a nadie, ¿oyes?
Siglos antes, en el XVI, Fray Luis había sentido ese mismo vértigo al contemplar la bóveda celeste iluminada. La hermosura matemática de las estrellas es tal que el mundo le parece bajo y ruin. Así nos lo dice en una de sus odas más conocidas, que comienza así:
Cuando contemplo el cielo
de inumerables luces adornado,
y miro hacia el suelo
de noche rodeado,
en sueño y en olvido sepultado:
El amor y la pena
despiertan en mi pecho un ansia ardiente;
despiden larga vena
los ojos hechos fuente;
la lengua dice al fin con voz doliente:
«¡Morada de grandeza,
templo de claridad y hermosura!
Mi alma que a tu alteza
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel, baja, oscura?»
También el protagonista de «Los contadores de estrellas», poema perteneciente a Poemas puros. Poemillas de la ciudad (1921), el primer libro de Dámaso Alonso, siente, a su modo, el peso del firmamento. Se pone a contar estrellas, pero...
Yo estoy cansado.
Miro
esta ciudad
—una ciudad cualquiera—
donde ha veinte años vivo.
Todo está igual.
Un niño
inútilmente cuenta las estrellas
en el balcón vecino.
Yo me pongo también...
Pero él va más deprisa: no consigo
alcanzarle:
Una, dos, tres, cuatro,
cinco...
No consigo
alcanzarle: Una, dos...
tres...
cuatro...
cinco...
Pues sí, parece, definitivamente, que mirar las estrellas produce vértigos varios, desasosiegos cósmicos y otros efectos no deseados. Pero, ¿qué sería de nosotros si no las mirásemos?
Leí la novela cuando estudiaba COU. Me impactó bastante y me gustó mucho.
ResponderEliminarGracias por recordármela.
Salu2.
Sin vértigos seríamos piedras...
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