domingo, 1 de mayo de 2011
El trastero
En aquella época mis abuelos vivían en un segundo piso y yo solía visitarlos casi todos los domingos. Ir hasta la capital me permitía explorar un territorio muy distinto al cotidiano, un territorio lleno de quioscos, confiterías y estancos. De tebeos Marvel y barquillos de crema degustados al sol en plazas con estatuas antiguas y sonido de campanas. Y a la hora de la siesta tenía una casa distinta cuyos rincones podía descubrir. Para un niño un cambio de casa, aunque sea por unas horas, tiene algo de aventura. Cada niño lleva siempre con él su propia aventura.
Mi rincón preferido era el trastero, quizá porque iba muy poco y no lo conocía bien. Para llegar a él había que subir varios tramos de escalera y mis abuelos, tan complacientes en otras cosas, no parecían muy dispuestos a llevar hasta allí a un niño alérgico al polvo. Pero, de vez en cuando, se producía el milagro: era necesario subir. Algunas veces, ellos más generosos o yo más cansino, me dejaban subir solo. En el piso de arriba vivía un matrimonio mayor al que encontrábamos a veces en el portal. Correctos, educados, amables. Creo recordar que él se llamaba Sebastián y era muy alto. Uno de esos domingos supe que había muerto. Fue una de las primeras veces que fue consciente de la muerte. Desde entonces, me daba mucho miedo pasar por su puerta, ya siempre cerrada, pero era un peaje necesario si quería llegar hasta el desván. Pasaba por ese tramo del tercero a toda prisa, pegado a la pared, mirando de reojo hacia atrás. Un sudor frío me recorría el cogote y se me erizaban los pelos de todo el cuerpo. Encaraba el tramo final directamente a la carrera hasta llegar al descansillo de los trasteros, con su suelo de cemento sin embaldosar y su uralita en el techo. Entonces metía la vieja llave en la cerradura, luchaba un poco con ella y se abría ante mí el cofre del tesoro.
Allí se amontonaban objetos que habían formado parte de la vida de mis abuelos. Tantos y tan curiosos que, de una vez para otra, no podía recordarlos. El techo era inclinado y acababa en un pequeño ventanuco que, aunque estaba muy tapado y era casi imposible acercarse hasta él, daba algo de luz al espacio, ocupado por telas y objetos cuyos nombres y uso desconocía. Platos, quinqués de petróleo, damajuanas, atizadores, cajas imposibles de abrir por el peso que aguantaban, braseros antiguos, una radio Vanguard, alguna silla desfondada, viejas fotografías familiares enmarcadas y olvidadas y, en un lateral, láminas con pirámides y motivos orientales, que alguna vez habían presidido el salón familiar, quizá mientras mi abuela escuchaba en aquella radio los seriales de la tarde. Y muchos libros en una inestable estantería improvisada con tablas viejas. Números sueltos de Reader's Digest. Obras de teatro de colecciones populares: Muñoz Seca, los Quintero, Arniches. Y novelas de detectives y del Oeste, a las que mi abuelo era muy aficionado. Un día se va a escapar un tiro, Antonio, y ya verás, le decía mi abuela, pero él no levantaba la vista de sus páginas amarillentas, mientras disfrutaba tranquilo un Camel mentolado cuyo humo perfumaba toda la habitación.
Algún tiempo después, tuve la suerte de ser yo quien viviera en esa casa. Y subí muchas veces a ese trastero, casi siempre cuando se hacía imprescindible. Era diminuto y me tenía que inclinar para no darme en el techo y la mayoría de los objetos que habían formado parte de mi cofre del tesoro ya no estaban. Hoy me pregunto cómo en aquel espacio tan reducido cabían todos mis sueños. Nunca pude evitar el escalofrío en la espalda al pasar por la puerta del tercero.
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Por desgracia, en la mayoría de las casas ya no queda sitio para arrinconar nada.
ResponderEliminarSalu2
Precioso.
ResponderEliminarEs curiosa la forma de vivir y captar las situaciones, espacios y emociones que se tienen en la infancia. Tan intensa e incluso exagerada y que posteriormente al recordar tras mucho tiempo... parecen otra vida. Describes maravillosamente tus recuerdos.
ResponderEliminarCristina
Dyhego, es verdad lo que dices. Ya no hay espacio. Los trasteros antiguos de nuestros abuelos han desaparecido. Ahora están en las cocheras y han perdido el encanto. Pero imagina, por un momento, la cantidad de desvanes, olvidados, que nadie ha abierto desde hace años. Produce vértigo. Cuántos sueños encerrados y cuántos secretos por descubrir.
ResponderEliminarJosé, me alegro de que te haya gustado. Gracias por tus amables palabras y por tu visita.
ResponderEliminarCristina, el pasado tiene el tamaño exacto del niño que fuimos o del niño que imaginamos que fuimos. Me gusta recuperar recuerdos. Hoy he oído a un director de cine, Jacques Rivette, decir que él hace películas porque es una manera de parar el tiempo. Es así. Un saludo y gracias por tus palabras.
ResponderEliminarLo he leido de un tirón, qué bien lo cuentas, qué bien lo describes.
ResponderEliminarMis abuelos vivían en una casa grande, encalada con techos muy altos...el caso es que al ver la fotografía de la radio he recordado a mi abuelo escuchando la novela.
Un abrazo Chimi
Madi, las casas de los abuelos siempre han sido fascinantes para los niños. A mí me gustaba mucho trastear en los cajones para ver qué encontraba. Casi siempre había sorpresa. Mis abuelos tenían una radio antigua de esas de caja de madera. Me encantan. Aún la conserva mi hermano. Luego llegaron los transistores, que se oían mejor, pero eran otra cosa. Un abrazo y gracias por tus palabras tan amables.
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