sábado, 31 de marzo de 2012

Otros mundos


Hace unos días la NASA dio a conocer unas impresionantes imágenes de Mercurio, el planeta rocoso más pequeño y cercano al Sol. Fueron tomadas por la sonda espacial Messenger, situada en órbita desde hace ahora un año. Según leo en la prensa, se trata de una nave pequeña, de poco menos de un metro de alto, lanzada en el verano de 2004. Antes sólo la Mariner 10 había visitado ese mundo tan desolado. De eso hace ya bastantes años, tantos que, por entonces, 1975, comenzaba yo el BUP y soñaba, como tantos otros, con la serie de televisión Espacio 1999. Da vértigo pensar cómo este artefacto terrícola ha atravesado el espacio mediante complejos cálculos gravitacionales y ha llegado hasta Mercurio cargado de instrumentos que permitirán su estudio detallado. Para algunos será el momento de la ciencia, del análisis de los datos: temperaturas, orografía, magnetosfera, estructura interna. Otros, en cambio, abriremos nuevas puertas en esos mundos que tanto nos han gustado desde pequeños. La ciencia no limita nuestra imaginación, simplemente le abre nuevos caminos. La edad tampoco la limita, sólo la concentra. Da vértigo también pensar en el tiempo que ha pasado y en cómo ha cambiado todo. Hasta el mítico año 1999, el que daba nombre a la serie, quedó atrás. El mundo es ahora distinto, pero no mejor. Basta salir a la calle para comprobarlo. Quizá ni sea necesario salir.




Siempre me han gustado esos otros mundos. De niño, uno de los libros que más disfruté se titulaba El Universo. Aún lo conservo. Era uno de esos libros que regalaban a los padres en alguna caja de ahorros provincial. Creo que allí se despertó mi interés por estos temas, que me han acompañado siempre. La información era básica, pero sugerente. A falta de fotografías, estaban sus estupendas ilustraciones, que te hacían imaginar el suelo de Venus o la vida estable en la Luna o el color de los atardeceres en Marte. O la oscuridad de los confines del Sistema Solar. El color siempre ha gustado más que los datos.




Cada uno podría hacer su propio viaje personal por esos otros mundos. El mío parte de ese libro y está lleno de paradas. Sería imposible reseñarlas todas. Me limitaré a las iniciales, a las que me hicieron amar la ciencia ficción. Los tebeos han estado siempre. El primero de todos Flash Gordon, dibujado con tanta elegancia por Alex Raymond (y más tarde por el gran Dan Barry), tan mal editado siempre en España. En su compañía llegamos a planetas extraños, habitados por seres diversos que tenían nuestros mismos bajos instintos y también nuestras lealtades. Meteoritos, mundos pantanosos, los reinos de Mongo, Arboria, Zarkov, el malvado Ming y, sobre todo, la hermosa Dale Arden, cuyo beso final esperábamos. Ni el cine ni la televisión han comprendido Flash Gordon. Es un mundo de tebeo y sólo ahí tiene sentido. Está bien que sea así. Pocas veces ha habido un dibujo tan sensual como el de Alex Raymond. En aquella época leía la edición de Buru Lan que me pasaba regularmente mi mejor amigo. Lecturas repetidas como un ritual veraniego, creciendo con nosotros cada año, comentadas hasta saber de memoria cada viñeta, cada pliegue del ligero vestido de Dale Arden.







Con Tintín pisamos la Luna a página completa. Un buen día nos montamos en su cohete, convertido hoy en icono, y nos reímos con las barbas crecientes de Hernández y Fernández, tropezamos con el profesor Tornasol y escondimos la botella de whisky de Haddock en un tratado de Astronomía. Allí había grutas resbaladizas con hielo y espías internacionales que parecían rusos. La Guerra Fría. Y lo mejor era que Milú llevaba su propio traje espacial. Todavía guarda nuestra retina los cuadros rojos y blancos del cohete. Más tarde llegarían los superhéroes Marvel y el recientemente fallecido Moebius, un planeta en sí mismo. Y mil puertas más que se abrieron de golpe cuando al tebeo se le llamó cómic.






La televisión y el cine dieron movimiento a esos otros mundos. Alucinábamos con los trajes espaciales de la serie Espacio 1999, que, vistos ahora, no dejaban de ser pijamas acampanados al más puro estilo años 70. Cada capítulo, tras nuestra salida apresurada de clase, era un mundo que comentábamos con deleite al día siguiente. Naves espaciales, encuentros con extraterrestres y gadgets variados. Las pistolas y los comunicadores eran impresionantes. Parecía que el año 1999 no llegaría nunca. Del cine me obligo a elegir sólo tres paradas. Creo que lo tengo claro. La primera es Ultimátum a la Tierra (Robert Wise, 1951), una de las primeras películas que vi en televisión. El extraterrestre Klaatu trae un mensaje de paz para la humanidad, muy dividida, incapaz de ponerse de acuerdo. La clave 'Klaatu barada nikto' es ya todo un clásico y el rayo óptico de Gort, el robot metálico, helaba al más pintado. No hace mucho volví a verla y me encantó. La segunda es otro clásico: Planeta prohibido (Fred M. Wilcox, 1956), inspirada en La tempestad de William Shakespeare. En ella encontramos la presencia del que seguramente sea el robot por excelencia de la ciencia ficción: Robby, inspirador en su diseño de otros muchos. Tripulaciones, monstruos invisibles, campos de fuerza, científicos malvados (Morbius) y una hermosa joven criada al margen del mundo. Utopías dañinas. La tercera parada son todas esas películas de serie B, tan entrañables siempre, devoradas los sábados por la tarde, llenas de alienígenas, planetas perdidos y falsas tecnologías más o menos verosímiles. Más tarde llegarían Alien (1979) y Blade Runner (1982), ambas de Ridley Scott, que marcaron un antes y un después.







Y la literatura. Todo un mundo descubierto después. Imposible hacerle justicia ahora. Serían demasiadas paradas. Y muchas más puertas aún por abrir. Al margen de Verne, pionero como siempre en casi todo, y su bala-cohete del Gun-Club, siempre estarán ahí los cuentos y las novelas de Philip K. Dick, un genio generador de mundos de ciencia ficción. El cine le debe mucho. O la narrativa de Ray Bradbury. Sin duda, Fahrenheit 451 (1953) y Crónicas marcianas (1950), están entre lo mejor que he leído. Nunca la ciencia ficción ha sido tan poética, ni ha hablado con tanta claridad de nosotros mismos, de nuestros impulsos destructivos y nuestro desprecio a los diferentes. Conquista, colonización, atardeceres, gasolineras abandonadas, fantasmas, melancolía. Futuros controvertidos. Algún día le dedicaré la entrada que se merece.






Hay quienes piensan que la ciencia ficción es sólo un modo más de huir de la realidad. No lo creo. La buena ciencia ficción nos habla de lo que somos, de nuestros miedos y nuestros deseos. Nos vamos fuera para conocernos mejor. Nos vemos desde lejos para comprender nuestros defectos y nuestras grandezas. Somos pequeños, muy pequeños. Y tiene delito que, después de tanto, no hayamos sido capaces de ponernos de acuerdo ni en lo más elemental: todos somos iguales, la Tierra es de todos, todos tenemos derecho a una vida digna.

2 comentarios:

  1. Me ha encantado esta entrada, pues comparto contigo el gusto por la ciencia ficción. ¿Te acuerdas de la serie de TV La Escoba Espacial? Era una comedia de ciencia ficción de los 70 un poco cutre, pero que nos tenía muy enganchados.

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    1. Claro que me acuerdo de La escoba espacial. Fueron muy pocos episodios, pero divertidísimos. Una de las mejores parodias de CF que conozco. Como Un hombre en casa, pero en una nave (¡vaya maqueta!) de recogida de basuras espaciales, con sus brazos mecánicos y todo. Aún recuerdo el episodio en que polinizaban. Me caía del sillón.

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