sábado, 30 de mayo de 2020

Palmera Oro


Siempre me dio miedo entrar en aquel lavadero. Un escalofrío acompañaba el inconfundible olor a humedad y gato, que intuía agazapado en lo oscuro. Solo un ventanuco iluminaba el recinto. Ninguna bombilla en el techo. Para ver algo, tras la intensa luz del patio, debía esperar. Un amontonamiento de objetos inservibles iba saliendo de su mundo espectral y se formaba ante mis ojos, todos ellos mezclados en mi imaginación de pocos años con ratas, jaulas y colchones viejos. La marca en el tejado era de un árbol caído que soliviantó a mis padres de madrugada, según les gustaba contar.

Pero aquella tarde el cielo estaba azul y la tormenta, si existió, no era más que un hilo perdido en la memoria de mi madre. Además, mi misión estaba clara, al menos así lo entendí yo: rebuscar en el cajón de herramientas y traer con mucho cuidado un sobre de cuchillas de afeitar «Palmera». No se te ocurra abrirlo, me insistieron. Mi padre llevaba días ordenando viejas fotografías. Las colocaba en un álbum grande, de hojas ya entonces amarillas, vertical. Las disponía con mimo, hacía marcas y cortaba el papel de modo que las fotos quedaban bien sujetas por las esquinas. Mientras lo hacía, guardaba silencio. Quizá, eso lo pienso hoy, iba cambiando de escenario con cada foto. Al fin y el cabo, un álbum familiar es solo eso. Un inventario de tiempo acumulado. Un tren de sombras cargado de pasajeros hoy para mí desconocidos.

En este mayo confinado e interminable, con el álbum de viejas fotos en la mesa iluminada de la memoria, me pregunto por todo aquello y me pongo a escribir para entenderlo.

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