viernes, 13 de julio de 2012
B de bicicleta
De todos los regalos que ofrece el verano, que son muchos, uno de los más disfrutables es, sin duda, la bicicleta. Pocas sensaciones hay tan únicas como la de pedalear, que tiene algo de antiguo y casi mágico, con sus tiempos de aprendizaje y la felicidad sencilla del viento en la cara una vez logrado. Vencer un miedo y marcar en la memoria el día en que puedes decir: ya sé nadar o montar en bicicleta y esto es para toda la vida. Equilibrios elementales que vencen miedos atávicos.
Verano y bicicletas, velocidad para un tiempo sin horarios. Los niños de mi generación conseguíamos la bicicleta en invierno, pero la disfrutábamos durante el verano, con sus interminables cuestas abajo que compensaban siempre el esfuerzo. Triciclos compartidos, a veces con carga adicional en la barra trasera, moviéndose a una velocidad endiablada, empujados por diminutos pies infatigables, siempre en persecución de algo, sin meta a la que llegar, con enorme propensión a volcar en las curvas. Heridas en las rodillas, quemaduras en los codos. Alcohol, mercromina (de la roja) y gasas deshilachadas que se encarnaban en la sangre reseca. Bicicletas de rueda maciza y piñón fijo, agotadoras cuesta arriba y cuesta abajo, frenadas a base de suelas de zapato, que quizá por eso duraban tan poco. Bicicletas disfrutadas en compañía o en solitario, excursiones a pueblos cercanos, retos de kilómetros, paradas para beber bajo la sombra de los árboles, visitas a alguna chica, sudor refrescado en las más apetecibles piscinas.
Me acabo de acordar de la anécdota que contó Miguel Delibes en Mi querida bicicleta, un libro delicioso incluido luego en Mi vida al aire libre. Era el día en que aprendió a montar. Mientras daba vueltas por el jardín, su padre, como todos los veranos, leía El Quijote. Hasta él, que a duras penas lograba mantener el equilibrio, llegaban las risotadas de la lectura. Los consejos de su padre habían sido elementales: no mires a la rueda, no corras, que no consiste en correr. Todo iba bien. Hasta que surgió la pregunta: ¿y cómo me bajo yo de aquí? La respuesta del padre fue clara: "Has de hacerlo tú solo. Si no, no aprenderás nunca. Cuando sientas hambre subes a comer." Y lo dejó solo en el jardín con su miedo y su circuito interminable. Bastantes horas después, ya por la tarde, tras varios intentos abortados y mucho pensárselo, decidió aterrizar contra un seto. El padre luego le dijo: "Anda, di a tu madre que te dé algo de comer. Te lo has ganado." Así eran los padres de antes.
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Ahora pienso en El niño de la bicicleta, pero también en la anécdota de Delibes. Pienso en relación a los tesoros que no pdoemos ver por ambición absurda.
ResponderEliminarUn abrazo.
Los tesoros realmente valiosos están en los pequeños placeres que nos regala la vida (un paseo en bicicleta, por ejemplo) y son incompatibles, por su propia naturaleza, con la ambición. La película El niño de la bicicleta me gustó mucho porque habla de personas y sentimientos de manera sencilla, sin trampas ni maniqueísmos. Personajes que buscan el cariño que la vida no les ha ofrecido. Cyril es libre mientras pedalea en su bicicleta. Un saludo, Darío.
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