Me gusta la noche. El salón, tras el ajetreo del día, queda silencioso y, entonces, sentado en este sillón que perteneció a mi abuela, me siento dueño de un pequeño reino propio cuyo disfrute me gusta alargar hasta lo imposible. Los objetos parecen otros y han perdido su aspecto cotidiano. Los sonidos, aunque tengan el mismo origen, han modificado su tono. Suenan las cañerías, crujen las telas y las maderas, se oyen lejanos los pasos de algún vecino que llega tarde o los gemidos del amor que no sabe de horas. La noche tiene sus encantos, tan difíciles de explicar a aquellos a quienes les gusta acostarse temprano. Madrugar o trasnochar. Ser gallo o ave nocturna. Pero todos los encantos siempre tienen su peligro. La noche, algunas veces, se convierte en un abismo. En eso no es distinta del mar, del amor o de la vida misma.
Nadie lo explicó mejor que los románticos. Me vienen a la memoria esos octosílabos tan espléndidos con que Espronceda da comienzo a El estudiante de Salamanca, unos versos que siempre obligan a seguir leyendo más:
Era más de media noche,
antiguas historias cuentan,
cuando en sueño y en silencio
lóbrego envuelta la tierra,
los vivos muertos parecen,
los muertos la tumba dejan.
Era la hora en que acaso
temerosas voces suenan
informes, en que se escuchan
tácitas pisadas huecas,
y pavorosas fantasmas
entre las densas tinieblas
vagan, y aúllan los perros
amedrentados al verlas.
O esos matices con los que Bécquer describe los sonidos de la noche y el miedo que producen en el ánimo de Beatriz, la protagonista de El monte de las ánimas, que espera el regreso imposible de Alonso, al que ha enviado a realizar un empresa de amor que no tiene regreso:
Y cerrando los ojos intentó dormir, pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
Cuántas veces hemos sentido un escalofrío en la nuca al leer de noche historias de terror. A mí me pasó leyendo en la cocina de mi madre el Drácula de Bram Stoker. Tenía el alma vampirizada por el libro, pero mis ojos miraban con recelo, de vez en cuando, a mi espalda. Algunos libros son más intensos leídos de madrugada.
Pues la otra noche estaba yo en esa hora, la de las "tácitas pisadas huecas" de Espronceda, la de las brujas, que nos decían de niños, aunque me temo que a mi edad la hora de las brujas ya no son las doce, sino algo más tarde. Había comenzado a leer tranquilamente en mi sillón favorito La primera parte de Enrique IV, de William Shakespeare, y me acordaba de algunas escenas de la película Campanadas a medianoche (1965), de Orson Welles. Falstaff fanfarronea con Enrique, futuro heredero de la corona y le da consejos para cuando sea rey. Ambos llevan una vida de ocio, alcohol, robos y conductas desatadas, aunque Enrique está convencido de poder dejarla en cuanto le llegue su momento y, entonces, lucirá "como brillante metal en terreno oscuro". Falstaff le dice:
Pardiez, entonces, dulce pichoncito, cuando seas rey, no dejes que a los que somos caballeros personales de la noche, se nos llame ladrones de la belleza del día: seamos monteros de Diana, caballeros de la sombra, favoritos de la luna, y que los hombres digan que somos hombres de buen gobierno, al dejarnos gobernar, igual que el mar, por nuestra casta y noble señora, la luna, bajo cuyo rostro robamos
Caballeros de la sombra, guardabosques de Diana, favoritos de la luna. La noche siempre será un reino difícil de conquistar. La derrota al amanecer está asegurada, pero la batalla habrá merecido la pena.
La fotografía que abre la entrada es de Aglayan-agac. La que la cierra es un fragmento de un poema de Charles Bukowski, que viene a decir, más o menos: "Debemos llevar / nuestra propia luz / a la / oscuridad".
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