miércoles, 4 de septiembre de 2024

Semblanza de F


F tenía gafas gruesas, pantalón corto y no más de diez años. Lo conocía de la escuela y, aunque no éramos amigos, quizá nos había acercado el que yo también las llevara. Eso de «gafitas cuatro ojos, capitán de los piojos» era un dicho muy común entonces. No era buen estudiante. Nunca iba demasiado aseado. Era uno de esos niños que pasaban la tarde en la calle y nunca volvían a casa antes de ponerse el sol. Tardes de amigos cambiantes, de búsquedas y rechazos.

Yo vivía en las afueras del pueblo, en una barriada de casas cercana a la fábrica de cemento. Era aplicado en los estudios y, en cuanto salía de clase, volvía a casa con mis padres y mi abuela. Vivía en un aislamiento amable. Para mí la vida era el patio de atrás, con sus macetas y su parra, y luego estaba la escuela, que no dejaba de ser una molestia soportable, con sus lápices y sus mapas. Mis rodillas estaban llenas de heridas, pero limpias, que mi madre bien que se encargaba de frotármelas a conciencia con aquel estropajo que ella llamaba esponja.   

En un recreo le había contado a F que tenía en casa gusanos de seda y, asombrado, me pidió que le diera algunos. Había sido mi abuela, que vivía con nosotros, quien me aficionó. Un día apareció con unos cuantos, pequeñísimos, como virutas de goma de borrar. Los guardábamos en una caja hexagonal de ensaimadas mallorquinas, de esas grandes de letras rojas y azules. Observarlos era todo un ritual que formaba parte de los cambios de estación, como los mantecados o los libros de texto. 

Una tarde de mayo, se pasó F por mi casa y, ante la mirada algo recelosa de mi abuela, escogió los que más le gustaron. Luego, nos acercamos a unas moreras inmensas que había cerca y se llevó gran provisión de hojas. Me sentía orgulloso de esos árboles frondosos a los que veía como algo mío. Qué iluso, como si los árboles pudieran ser de alguien. Y me gustaba también compartir mis conocimientos «secretos»: la localización de la morera, cómo coger las hojas sin destrozar las ramas, cómo conservarlas y, lo mejor de todo, anticipar el momento mágico en que los gusanos comenzarían a hilar el capullo.

Muchas veces me he preguntado qué habrá sido de él, qué le habrá ofrecido la vida. Fue lo más cercano a una primera amistad que recuerdo. Una de esas amistades de infancia que parecen eternas y duran unas semanas, el tiempo de vida de los gusanos, convertidos pronto en mariposas. Con ellas llega el verano, unidad de medida de la infancia, que establece una frontera: antes y después. Cuando comienza el nuevo ciclo, ya nada es igual.

lunes, 18 de marzo de 2024

El espacio de los libros

Johannes Jelgerhuis: La librería de Pieter Meijer Warnars, 1820

Llevo días intentando poner algo de «orden» en mis montones de libros. Obsérvese que no digo «biblioteca», pues eso implicaría cierta racionalidad horizontal o vertical. No. Yo lo que ordeno son montones inestables, pilas en equilibrio como la vida misma. Y como toda tentativa de orden es siempre desasosegante, me encuentro a la deriva.

Los libros ocupan espacio. Los cómics ocupan espacio. Los vinilos, CD y Blu-ray ocupan espacio. Uno va cumpliendo años y no vive solo. A uno le gustan los libros, los cómics, la música, el cine y otras cosillas, así que en casa tenemos un problema, un problema de espacio. Y de tiempo, pero esa es otra historia.

Llegados a este punto, siempre recuerdo la certera viñeta de Máximo.

Máximo

Hace algunos años escribí en este blog una entrada titulada «Paraísos», que, releída hoy, me parece ingenuamente optimista. En realidad, suscribo todo lo que decía entonces, pero «el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos» y nada es como ayer, que decía Milanés. Casi por azar —desengáñate, me digo: nada es azaroso— me han llegado en las últimas semanas ecos similares, advertencias sobre la necesidad de «recuperar el espacio perdido», como si los astros se hubieran confabulado para recordarme algo que no quiero admitir. 

Leyendo Parte de mí, diario de pandemia de Marta Sanz, me encuentro esta reflexión de la autora al contemplar cómo los libros se amontonan sobre el piano:
«Cuando observo el piano de mi casa, no entiendo muy bien qué ha sucedido. Puede que los libros y otros objetos menos invasores lo hayan colonizado como un moho, porque los libros, como explica con ligereza y sabiduría Jesús Marchamalo en su Tocar los libros tienen la propiedad de apropiarse lentamente del espacio hasta que no te das cuenta y te echan de tu casa. Pese a lo que digan las leyendas populares, no puedes meterte dentro de ellos para quedarte a vivir.»

Tom Gauld

Por otra parte, asisto atónito y bastante ojiplático a conversaciones en que algunos conocidos, muy lectores, me dicen que se están «pasando a lo digital». Han abandonado el «tendré que ponerle un piso a mis libros» para adoptar un ideal que los hace más libres (quiero decir que les deja más libertad de movimientos en cada habitación). Pero, ¿cómo que te has pasado a lo digital? ¿Qué quieres decir? ¿No compras libros nuevos? ¿Solo lees en el móvil? ¿Qué has hecho con tus lecturas de toda la vida? Si estoy en su casa, compruebo que no mienten: todo ha quedado bien ordenadito. Quizá tenga su encanto ese minimalismo casi japonés.

Y luego está, claro, el problema de la vivienda. Y el de la convivencia. Tu piso no da para más. Y las nuevas viviendas, de precios impagables, están diseñadas, como no podía ser de otro modo, respondiendo a la pauta de los tiempos: dormitorio principal inmenso dotado de inútil vestidor tipo «emperatriz Sissí» y cocina-salón de «concepto abierto» (entre ambos son medio piso). El resto: habitaciones diminutas y sin paredes libres. ¿Aquí dónde va la biblioteca? Creo que los arquitectos también se han pasado a lo digital y ya no hacen las casas que soñábamos.


Quizá el origen sea el apego a lo material, del que ya nos advertían los estoicos. Lo bueno sería comprar un libro, leerlo y deshacerse de él antes de comprar otro. Alguna vez he oído a algún escritor —creo que a Eduardo Mendoza— decir que ese era su ideal, que ya apenas tenía biblioteca. Pero él es un «gamberro» y no sé si habría que tener en cuenta su opinión. Recuerdo también el caso de Alberto Manguel, quien por los traslados tenía la mayor parte de su inmensa biblioteca en cajas. Y así durante años. Lo provisional se hace definitivo. Los montones de libros, una vez constituidos, son muy persistentes.

Disfruté mucho los libros que Jesús Marchamalo dedicó a bibliotecas de escritores conocidos. Siempre imaginé a Luis Alberto de Cuenca, uno de mis poetas favoritos, encontrando en la triple fila de sus estantes un ejemplar perdido que llevaba años sin tener en sus manos. Él lo confirmó hace poco en una tercera de ABC

Se impone la sensatez, el escrutinio «tranquilo» de la biblioteca. A alguien le oí contar que por cada libro que entraba en su casa tenía que salir otro, máxima que aplicaba también a los amigos. Al final va a resultar que «destruir» es una de las formas posibles de «ordenar».


Me pregunto por el espacio que ocupan los libros y la respuesta solo puede ser una: todo el espacio es suyo, en los estantes y en la vida, si bien es verdad que ahora pueden estar sin existir. Qué paradoja más digital. 

Cómo echo de menos el tiempo en que todos mis libros cabían en un solo estante. Eran pocos y bien avenidos, y traían con ellos el tiempo para leerlos. Bendita juventud de tardes inmensas e inacabable placer lector.

Liniers


viernes, 24 de noviembre de 2023

La vida

 

Contemplar la vida a través de un cristal, desde la ventana alta de una plaza con farola centenaria de hierro forjado. Gentes que pasan. Hojas secas. Una pequeña fuente que te recuerda que no eres más que agua que fluye en un tiempo inmenso, inconcebible. Un árbol con tantos años como tú, con su verde nuevo en primavera que le da sentido a todo, y la dulzura acogedora del amarillo, como en esta mañana de noviembre. Palabras que resuenan en un libro o en una de esas vidas que nunca fueron, o que ya casi ni recuerdas y tienes que inventar. Niños cogidos de la mano. Amigos que charlan. Un motor cansado. Algún tipo solitario que camina sin rumbo. Quizá la vida no sea más que eso.

jueves, 16 de noviembre de 2023

Recuerdo infantil


Noche de invierno. Viento contra los cristales. Un niño, todo oídos, no puede conciliar el sueño. Los rugidos del monstruo llegan hasta su almohada, aunque no es eso lo que le impide dormir, sino la rabia. Malditos dos rombos.

jueves, 9 de noviembre de 2023

Mañana me voy

El punto de partida de este libro es una caminata de varios días por el norte de la provincia de Soria, pero ya desde las primeras líneas queda claro que ofrece mucho más. El narrador pasa con facilidad de la descripción impresionista del paisaje y los pequeños incidentes del camino al análisis de su interior y a la reflexión sobre los temas que le preocupan: la escritura, el yo, las heridas del pasado, la soledad, el ruido de la civilización mal entendida. 

Sus pensamientos van y vienen, como las vueltas del camino o las melodías que silba. Se pregunta si es un escritor que pasea o un paseante que escribe. Es, sin duda, las dos cosas. Escritor en el sentido más literal —«escribidor» le gusta decir a él—, amante de las palabras, enamorado de los localismos y lo terruñero («Siempre he pensado que un topónimo puede ser razón suficiente para emprender un viaje»). Pero también paseante que se deja llevar por el camino sin buscar nada concreto que no sea, probablemente, un espacio para la reflexión y la escritura. 

Junto a ello, encontramos delicadas descripciones: el cielo, el color de los campos, unas ruinas, la torre románica de un pueblo casi deshabitado, la nieve, la corriente plateada de un río, los amaneceres, el fuego al final de la jornada. También momentos de denuncia e indignación (esos aerogeneradores) y tipos humanos curiosos. Y, por supuesto, referencias literarias («Todo viaje es un viaje literario»), entre las que destaca Robert Louis Stevenson.

El narrador, inseguro, implacable consigo mismo, entiende el silencio y la escritura como un modo de curar una herida interior que parece atormentarlo. Perdido el paraíso de la infancia (y algún amor), solo encuentra consuelo en los caminos, los que traza la naturaleza y los de la tinta. Muchas veces nos sentimos identificados con él. 

La lectura es amena. Un libro para amantes de las caminatas, la prosa cuidada y las reflexiones sobre la vida y la escritura. Se lee muy bien con un lápiz al lado. Prosa minimalista iluminada por una linterna.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

La casa de mis sueños


¿Has soñado alguna vez con casas en las que nunca has estado? Yo sí, es algo que me pasa a menudo. Algunas puedo recordarlas con mucho detalle, como si hubiera vivido en ellas. Quizá sea así. 

Digamos que una tarde me encuentro solo, sentado en el sillón, un libro sobre la mesa y, a mi espalda, unos visillos movidos por el viento. Hay una ventana abierta. Todo parece tranquilo, quizá demasiado. En mi sueño, soy consciente de una disonancia. Un pasillo nuevo. ¿Cómo no me he dado cuenta antes? 

Es entonces cuando el sueño se pone interesante, pues ni durmiendo puedo resistirme a averiguar adónde conduce el corredor, más allá de al difuso deseo de cruzar una puerta. Paso al otro lado. La incertidumbre se convierte pronto en evidencia: ya he estado aquí. No sé cuándo, quizá en un rincón perdido de otro sueño. Todo parece ruinoso. Es la misma casa y es otra más real. Sus dimensiones, sus ventanas y esa débil consistencia del techo, que amenaza con descargar sobre nosotros (ya no estoy solo) maderas y yeso, me inquietan. Viejos retratos de familia llenos de ojos. Prendas de vestir de otro tiempo. Un vaso de agua olvidado. Un cuaderno que no debo leer. Un gran hueco en la pared junto a libros amontonados. 

Asomo la cabeza y miro con precaución a la izquierda. Tuberías, infinita oscuridad de túnel y olor a metro. Mientras escribo estas palabras, siento miedo.

viernes, 12 de agosto de 2022

Aunque es de noche


Hace unos meses leí en El huerto de Emerson (Luis Landero, 2021) unas palabras de Proust que me tuvieron un buen rato pensando y me gustaron tanto que tuve que anotarlas en mi cuadernillo secreto de citas. Cuenta Landero que hablaba Proust de «la oscuridad que está en nosotros». 

El propio Landero, en el magnífico libro antes citado, lectura imprescindible para cualquier amante de la literatura y la vida, nos decía:
Cuando uno no sabe qué escribir, cuando la imaginación flaquea, cuando el alma se apaga y se embrutecen los sentidos, y cuando aun así uno siente la necesidad de escribir, siempre queda la posibilidad de abandonarse a los recuerdos. En nuestro pasado está todo lo que necesitamos para encender el fuego de la inspiración. Hasta la fantasía tiene su casa en la memoria. No escribas lo que sientes, escribe lo que recuerdas y dirás la verdad, como decía no recuerdo quién.
Los recuerdos, la oscuridad, la memoria.

Al hilo de todo esto, he recordado un poema compuesto por San Juan de la Cruz hacia 1578, un poema que parece menor comparado con los tres grandes, pero que tiene una profundidad sorprendente a poco que se lea con cuidado. Si alguien sabe de oscuridad interior y de iluminación es él. El simbolismo es tan sugerente que podemos aplicarlo a muchos aspectos de la realidad, por ejemplo a lo literario, al enigma de la creación literaria. El poema, que reproduzco completo pese a su extensión (no me atrevería a acortarlo), nos confiesa:
Que bien sé yo la fonte que mana y corre,
aunque es de noche.

Aquella eterna fonte está escondida,
que bien sé yo do tiene su manida,
aunque es de noche.

Su origen no lo sé, pues no le tiene,
más sé que todo origen della viene,
aunque es de noche.

Sé que no puede ser cosa tan bella,
y que cielos y tierra beben della,
aunque es de noche.

Bien sé que suelo en ella no se halla,
y que ninguno puede vadealla,
aunque es de noche.

Su claridad nunca es oscurecida,
y sé que toda luz de ella es venida,
aunque es de noche.

Sé ser tan caudalosos sus corrientes,
que infiernos, cielos riegan y las gentes,
aunque es de noche.

El corriente que nace de esta fuente
bien sé que es tan capaz y omnipotente,
aunque es de noche.

El corriente que de estas dos procede
sé que ninguna de ellas le precede,
aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida
en este vivo pan por darnos vida,
aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,
y de esta agua se hartan, aunque a escuras,
porque es de noche.

Aquesta viva fuente que deseo,
en este pan de vida yo la veo,
aunque es de noche.
Este largo exordio es para recordarme a mí mismo que La melancolía de los ríos, que inició su curso hace ya muchos años siendo una fontanilla de agua clara, seguirá fluyendo. Nunca ha estado seca. Un río melancólico, reflexivo, de curso lento. Sus aguas reposadas se alimentan de recuerdos, lecturas y palabras. A veces, en sus orillas se acumulan las ovas y al verano le gusta remansar su luz entre las piedras y llegar al fondo. Otras, su escaso caudal se acelera brioso y el arroyuelo se regocija entre los guijarros y, con algo de suerte, una trucha se aposta en lo más puro del agua y espera la presa. Todo es espera. Siempre. Nuestra lucha es contra el tiempo. Por eso, estas palabras encadenadas y repensadas ayudan a sacar «la oscuridad que está en nosotros». Que la luz estival ilumine los cantos rodados del fondo y, del fango removido por la escritura, emerja lo que fuimos. Aunque sea de noche.

sábado, 19 de junio de 2021

Ese tiempo


Ha llegado ese tiempo que tanto nos gusta. El tiempo de dejarse ir página a página bajo la sombra cambiante de un árbol; de visitar otros mundos y otras vidas desde la indolencia de las sábanas; de subir a los faros más altos mientras a nuestros pies, declinante la tarde, se han ido acumulando el agua y la arena; de hablar en voz baja en el patio, entre dompedros y geranios, e intentar descubrir por fin los secretos más hondos de la existencia. Estrellas y grillos. Pisadas en la grava. Olor lejano a tierra mojada. 

El verano se mide con el reloj de arena pausado de la infancia. Fuera móviles y artilugios digitales. Papel, tinta y tiempo son los ingredientes de la felicidad. En cada palabra de cada libro, en cada sombra proyectada por las hojas de un árbol hay un tictac. Ese es el verdadero reloj del mundo. No hay prisa. No hay obligación. Abres y cierras el libro movido por pensamientos y recuerdos que no controlas. Infinitos resortes de la memoria que dan profundidad a la lectura y la hacen tuya. La vida se suspende. Todo puede esperar. Unas páginas más hasta atravesar la Ciénaga de los Muertos, hasta que aparezca el gran cachalote o se divise Puerto Lápice. La playa de Barcino y el abismo de Helm no quedan tan lejos si los visitas en agosto. 

Tiempo de buscarte en las páginas de un libro que parece escrito para ti, para que lo leas justo esta tarde, totalmente tuya, en la placidez del jardín o del cuarto. Pequeñas recompensas de la vida. Islotes de felicidad que ofrecen a módico precio la curación inmediata de muchos males del espíritu. Siestas de verano cargadas de café, hielo, aventura y algo de melancolía; de amores frustrados y de regresos a casa. 

Todos los veranos son un único verano. Todos los libros componen un solo libro inagotable. Semanas de luz, ecos y reencuentros: David Balfour, Galadriel, Natasha y Pierre, Mina, Shanti Andía, el Pequod y el Nautilus, las Highlands, los hombres-libro, Marte. 

Todos juntos nos llevan a ese verano único y primero que no terminará nunca: el verano de la infancia. Ese tiempo que a ti y a mí tanto nos gusta. En él calentamos el alma para sobrellevar mejor los fríos del invierno.

jueves, 8 de abril de 2021

Límites del bosque


He soñado que era mi padre. Extraña sensación especular. Era él y era yo. Nos acercábamos en silencio, con la mano extendida, sin llegar a tocarnos. Allí estábamos, los dos solos, casi con la misma edad. Un bosque en blanco y negro, recordado quizá de alguna vieja película, nos envolvía. Era de noche. 

En los límites del bosque, a un paso de entrar, algo anómalo nos inquietaba, una clave oculta, una insatisfacción apenas marcada por un temblor en las hojas o en la luz, una advertencia que no sabíamos descifrar. No había tristeza, sino un sentimiento más difuso, como una niebla con árboles de fondo que se escapaba hacia lo oscuro.

miércoles, 10 de febrero de 2021

Pretérito indefinido


Aquellas tablas de los libros infantiles nos presentaban conjugada la vida: amar, temer, partir. Allí estaba el paradigma de todo, aunque no lo sabíamos aún. Tiempos verbales de nombre fascinante, como sacados de un libro de caballerías o una novela bizantina (pretérito pluscuamperfecto de Alejandría, gerundio de Constantinopla, futuro perfecto de Escocia). Y, entre todos ellos, señero, espada en mano, apostado a la entrada del puente, el pretérito indefinido, traicionado por los gramáticos, que atraviesa el aire frío de la madrugada para llegar ahora hasta mi cuarto y recordarme, con su habitual contundencia, que fui

Un tiempo indefinido. ¿Qué tiempo no lo es? ¿El de hacerse mayor? ¿El que separa el otoño del invierno? ¿La salud de la enfermedad? ¿El amor de la indiferencia? ¿La amistad de la distancia? ¿El tiempo de hacerse más mayor aún? ¿El de los recuerdos? La vida se conjuga siempre con colores degradados. El entretiempo es su única estación. 

Fulgores de una época en que los libros, pintados de colorines, aún olían a inocencia y sus tablas de letra pequeña (ahora imposible) nos advertían de algo lejano pero seguro: amarás, temiste, has partido.