sábado, 11 de abril de 2020

Tiempo de guerra


Mis padres formaron parte de la generación de los «niños de la guerra», aquellos que vivieron su infancia (la poca que les dejaron) en plena confrontación o en los duros años del hambre de la primera posguerra. Cualquier niño nacido en los sesenta ha oído hablar más de una vez, sobre todo a la hora de la comida, de cartillas de racionamiento, de pan duro de varios días («el pan no se tira»), de refugios subterráneos o del sonido de las sirenas. Una bomba dejó maltrecha la casa de mis abuelos maternos, sin víctimas, pues en ese momento no había nadie dentro. Era 1937. Tuvieron que buscar alojamiento provisional. Cada vez que paso por la iglesia de San Ildefonso rozo con los dedos las marcas de metralla que aún hoy conserva la fachada, cicatrices urbanas de un tiempo difícil. Me gusta que sigan allí. Me conectan con otro tiempo, el de mis padres. Hace unos días, mi madre me contaba por teléfono que el confinamiento le recordaba «la guerra, pero sin bombas».

En el poema «Intento formular mi experiencia de la guerra» (Moralidades, 1966) Jaime Gil de Biedma nos sorprende con este comienzo:
Fueron, posiblemente,
los años más felices de mi vida,
y no es extraño, puesto que a fin de cuentas
no tenía los diez.
Las víctimas más tristes de la guerra
los niños son, se dice.
Pero también es cierto que es una bestia el niño:
si le perdona la brutalidad
de los mayores, él sabe aprovecharla,
y vive más que nadie
en ese mundo demasiado simple,
tan parecido al suyo.
Tiempo de libertad, de descubrimiento de la naturaleza en un pueblo de Segovia:
Mi recuerdo, muy vago, es sólo una imagen,
una nítida imagen de la felicidad
retratada en un cielo
hacia el que se apresura la torre de la iglesia,
entre un nimbo de pájaros.
Y los mismos discursos, los gritos, las canciones
eran como promesas de otro tiempo mejor,
nos ofrecían
un billete de vuelta al siglo diez y seis.
¿Qué niño no lo acepta?
Luego, claro, llegará la mentalidad adulta y la revisión ideológica de lo ocurrido, y de ahí surgirá la literatura:
Quien me conoce ahora
dirá que mi experiencia
nada tiene que ver con mis ideas,
y es verdad. Mis ideas de la guerra cambiaron
después, mucho después
de que hubiera empezado la postguerra.
Recuerdo haber asistido en Granada, hace ya muchos años (probablemente sería 1983 o 1984), a unas jornadas sobre la Generación del 50 que organizaba la universidad. Fueron impresionantes. Allí descubrí a poetas y novelistas que entonces casi desconocía (Francisco Brines, José Manuel Caballero Bonald, Claudio Rodríguez, Ángel González) y a los que hoy valoro mucho. Siguieron en meses posteriores lecturas de José Ángel Valente y el propio Jaime Gil de Biedma. Conservo muchos recuerdos y algún que otro libro con dedicatoria. En uno de los debates (ya conocía el poema de Gil de Biedma) se habló sobre la experiencia de la guerra: habían sido inconscientemente felices en medio de aquel caos.

José Ángel Valente lo formuló así en un magnífico poema titulado «Tiempo de guerra» (La memoria y los signos, 1966). El recuerdo se matiza con la ironía crítica de la voz adulta:
Estábamos remotos
chupando caramelos,
con tantas estampitas y retratos
y tanto ir y venir y tanta cólera,
tanta predicación y tantos muertos
y tanta sorda infancia irremediable.


Estos días, leyendo El cuarto de atrás (1978), de Carmen Martín Gaite, libro delicioso para los que nos gusta enredar con la memoria, encuentro afirmaciones parecidas. La narradora, interpelada por un hombre de sombrero negro que aviva sus recuerdos, confiesa:
Tardo unos instantes en contestar. Podría decirle que la felicidad en los años de guerra y postguerra era inconcebible, que vivíamos rodeados de ignorancia y represión, hablarle de aquellos deficientes libros de texto que bloquearon nuestra enseñanza, de los amigos de mis padres que morían fusilados o se exiliaban, de Unamuno, de la censura militar, superponer la amargura de mis opiniones actuales a las otras sensaciones que esta noche estoy recuperando, como un olor inesperado que irrumpiera en oleadas. Casi nunca las apreso así, desligadas, en su puro y libre surgir, más bien las fuerzo a desviarse para que queden enfocadas bajo la luz de una interpretación posterior, que enmascara el recuerdo. Y nada más fácil que acudir a este recurso de manipulación, tan habitual se ha vuelto en este tipo de coloquios. Pero este hombre no se merece respuestas tópicas.
—La verdad es que yo mi infancia y mi adolescencia las recuerdo, a pesar de todo, como una época muy feliz. El simple hecho de comprar un helado de cinco céntimos, de aquellos que se extendían con un molde plateado entre dos galletas, era una fiesta. Tal vez porque casi nunca nos daban dinero. A lo poco que se tenía, se le sacaba mucho sabor. Recuerdo el placer de chupar el helado despacio, para que durara.



Cuánta buena literatura ha surgido (y sigue surgiendo) del choque entre memoria infantil y experiencia adulta. Un conocido ensayo de Gil de Biedma titulado «Sensibilidad infantil, mentalidad adulta» (El pie de la letra, 1980) trata esta cuestión esencial:
Para que el poema resulte satisfactorio ha de presentarnos una realidad en la que el divorcio entre las cosas o los hechos y las significaciones ha sido superado, pero esa realidad integrada debe a la vez guardar adecuación con la realidad de la experiencia habitual, es decir, con aquella en que precisamente se da el divorcio cuya superación se pretende.
Mi padre nació el mismo año que Jaime Gil de Biedma y José Ángel Valente. Cuatro años antes había nacido Carmen Martín Gaite. Desde siempre he sentido una atracción irresistible por todo lo relacionado con los años de posguerra, los de su infancia y juventud: canciones, objetos, recuerdos, libros. Reviso viejas fotografías, marcadas en el reverso con fechas y nombres que ya no me dicen nada, pero imagino el momento en que sí fueron algo vivo. Las escaneo y ordeno, quizá para comprender lo que se me escapa, que no es otra cosa que el tiempo. Un candelabro que estuvo siempre en su casa, los libros en que aprendieron a leer, una caja de plumines para el lapicero, algún cuaderno con anotaciones de aritmética, un viejo tebeo de El Capitán Trueno (con media portada, pero muy disfrutado), una lupa y una navaja (qué joven de la época no la tenía), un calendario de la jornada de liga anotado a mano, son señales de ese otro tiempo en que hubo vida cotidiana y, a su manera, fueron felices. Recuerdos de una generación que ahora muere sola en las UCI de los hospitales, sin familiares ni amigos que los despidan. Tanta sorda infancia irremediable.

3 comentarios: