viernes, 19 de abril de 2013

Aire del océano


De mi infancia recuerdo libros y ningún juguete. Los había sin duda, pero se han perdido. Soldaditos, trenes, animales, casas: los juegos son miniaturas del mundo, útiles para que un niño pueda sentirse un gigante. Ayudan a crecer soportando la inferioridad.
    Jugaba poco, prefería leer. Dentro de los libros no era posible imaginarse mayor. Las historias eran inmensas; y mi lectura, pequeña en comparación. Muchas cosas ni siquiera las entendía. Los libros me corroboraban mi talla minúscula. Pero algo dentro de mí se agrandaba. El médico decía que era el hígado, que entonces se curaba con aceite de hígado de bacalao.
     A mí, por el contrario, me parecía que lo que aumentaba era la capacidad de llenarse de mis pulmones. La lectura de Stevenson me ha henchido de aire del océano. La poesía napolitana me soltaba la lengua. London me enseñó la nieve. Las historias de las matanzas  de la guerra hacían que la vena de mi frente retumbara.

Erri De Luca | El crimen del soldado, 2012


En la fotografía que abre la entrada, Robert Louis Stevenson mira el mar desde la proa de la goleta Equator. Abajo, la goleta Casco, en la que el autor de La isla del tesoro viajó hacia los mares del Sur. 1888-1889. Samoa. Suave oleaje. El aire del océano llena los pulmones. La prosa de Erri De Luca me ha llevado hasta allí y me ha provocado unas ganas tremendas de volver a Stevenson. Libros que llevan a libros. Mundos que se comunican en el fulgor de unas líneas.