Ahora que parece que el verano vaya a quedarse con nosotros para siempre, me acuerdo de los ríos de mi infancia. Ríos y verano fueron muchas veces sinónimos. Ríos de domingo, cuando mi padre no trabajaba y la familia al completo, cargada de bolsas y cestas, buscaba un riachuelo cercano en el que aliviar el calor. Nos situábamos cerca del puente. El melón y las cervezas se refrescaban en la corriente. Cuidado, no se los vaya a llevar el agua. Estaríamos apañados. El transistor, con su sonido extraterrestre, dejaba de oírse en lo mejor del partido. El sabor de la tortilla fría y el deje ahumado de los chorizos. El sonido de los guijarros al pisarlos con las suelas de goma. El encuentro con los primos y sus costumbres de ciudad. La conversación pausada de mis abuelos. La complicidad de mi hermano.
Me cuesta recordar cómo eran los bañadores que llevábamos entonces. Tened cuidado con la corriente. No os metáis donde no hagáis pie. Y llegaba el momento tan deseado: el contacto con el agua, siempre fresca, incluso en un agobiante mediodía de agosto. Los ríos reales de mi infancia tenían aguas amarillentas y fondos de barro. Aún quedaba bastante para las piscinas de dimensiones olímpicas, las cremas protectoras y las gafas de sol. Nadie se preguntaba si el río estaría contaminado o si estaría prohibido bañarse. Eso llegaría después, junto a la migración a la modesta piscina de un pueblo cercano.
Y también estaban los ríos de los mapas, con sus nombres extraños y sus resonancias antiguas (Pisuerga, Alagón, Adaja, Tormes), tan diferentes a los nuestros, cuyos nombres me parecían entonces más vulgares. Y los ríos de los poemas memorizados en la escuela, que aún resuenan en mis oídos como la tabla de multiplicar o las preguntas numeradas del catecismo:
Río Duero, río Duero,
nadie a acompañarte baja,
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa olvidada.
O este otro:
¡Oh Guadalquivir!
Te vi en Cazorla nacer,
hoy en Sanlúcar morir.
De todos aquellos ríos de mi infancia hay dos recuerdos que me han acompañado hasta ahora. El primero va asociado al miedo que pasé en un recodo fangoso en que el agua era profunda y el barro del fondo se escurría y me hacía perder pie. De pronto, me vi solo. No sabía nadar. Estaba atrapado. Me hundía sin remedio en una fosa abisal. Cuando salí del apuro, me callé y no se lo dije a nadie. Mira que me lo habían advertido.
Y el día en que me llevaron por primera vez a pescar (o más bien a mirar cómo pescaban). Me fascinó la parafernalia de artilugios (cañas, sedal, lombrices, carretes, nudos) que llevaba un amigo de mi padre, especialmente las cucharillas, tan brillantes y amenazadoras. Además, estaban los maravillosos nombres de los peces de río: la carpa, el barbo, el lucio, el black bass (basbás en la pronunciación de mi padre), que despertaban mi imaginación, pues no se encontraban en los libros de la escuela ni en la pescadería donde compraba mi madre, llena de vulgares sardinas y de bacalaíllas como las de los lunes (las de después de las lentejas).
Aquel día, si hubiera mirado hacia atrás, antes de regresar cansado y feliz a casa, seguro que habría encontrado un viejo anzuelo olvidado entre los guijarros. La vida me lo devolvió algún tiempo después.
Todas las fotografías son propias, excepto las de los puentes, que me encantaron y tomé prestadas de Meteored, cuyo foro está lleno de hermosas fotos de paisajes. Éstas pertenecen a un río de Cáceres. Quedo en deuda con su autor, Acer, al que le doy las gracias y espero no le importe que las haya utilizado. Las otras imágenes, las propias, son del Guadalquivir: las dos primeras cerca de Mengíbar; la otra, la del agua transparente y los guijarros, es del nacimiento. Si te fijas bien en esta última (lo siento, pero es escaneada, no digital) puedes ver la sombra de un insecto zapatero, tan propio de nuestros ríos.
Te puede interesar | La melancolía de los ríos
Todos esos recuerdos los guardo yo también. No hay nada mejor que comerse un filete empanado frío a la orilla del Jándula, hacer un columpio con sogas en un árbol y reírte mucho, mucho, mucho porque ves reirse mucho, mucho a tus padres con tus tíos. Qué tiempos!!
ResponderEliminarUn saludo
María José
Todos los que fuimos niños en esa época que describes tenemos recuerdos muy parecidos. De madrugón un domingo, de bañador, de comida compartida con los amigos de tus padres o familiares, de guisoteos en grandes sartenes, como las paellas que a veces hacía mi padre, que era buen cocinero, y tantas cosas más. Qué recuerdos.
ResponderEliminarNunca olvidaré aquellas excursiones adolescentes, verdaderas aventuras que si siempre terminaban bien se debe sin duda a que sabíamos combinar la imprudencia juvenil con el instinto de supervivencia de quienes nos criábamos, literalmente, en la calle (un día tendrías que escribir sobre aquellas interminables jornadas veraniegas jugando al aire libre, sin más horarios que los que imponía nuestra madre desde la ventana al grito de '¡niños, a comer!). No sé cuántos jiennenses de los de entonces ha bajado a nado el paraje de Los Cañones, un vertiginoso pasaje de aguas, en muchos momentos turbulentas, que excavando en la roca desnuda descienden desde las estribaciones del monte de Jabalcuz al Puente de la Sierra. Nuestros padres jamás se enteraron. ¡Y cargados con mochilas, porque la noche de antes habíamos dormido al raso, en mitad del campo, contemplando el mar de estrellas que hoy sólo puede verse en zonas muy alejadas de los enclaves urbanos! Yo estuve a punto de morir ahogado y sólo salí del atolladero gracias a mis amigos que me ayudaron a salir de los remolinos en los que el agua me había envuelto. Leyendo tus vivencias con los ríos me he acordado de aquello. Lo que no entiendo es cómo, con apenas dieciséis años nuestros padres nos dejaban marcharnos un par de días 'a dormir al campo'. Lo pienso a veces: ¿de verdad fuimos una generación reprimida y falta de libertad? Resulta un sinsentido pensar que hoy cualquier 'aventura' de nuestros hijos va inevitablemente acompañada de llamadas constantes al móvil, monitores acompañantes, normas de seguridad surrealistas... Los ríos, para quienes crecimos sin saber del mar, fueron, qué duda cabe, parte importante de nuestra arquitectura mágica de infancia y de adolescencia. Te sugiero también otro tema: los ríos y el amor.
ResponderEliminar