jueves, 10 de noviembre de 2016

No son nube ni flor los que enamoran


Un manso río, una vereda estrecha,
un campo solitario y un pinar,
y el viejo puente rústico y sencillo
completando tan grata soledad. 
¿Qué es soledad? Para llenar el mundo
basta a veces un solo pensamiento.
Por eso hoy, hartos de belleza, encuentras
el puente, el río y el pinar desiertos. 
No son nube ni flor los que enamoran;
eres tú, corazón, triste o dichoso,
ya del dolor y del placer el árbitro,
quien seca el mar y hace habitable el polo. 
Rosalía de Castro | En las orillas del Sar, 1884

Releo estos días con auténtico placer En las orillas del Sar de Rosalía de Castro y cada poema es un descubrimiento. Algunos han envejecido peor que otros y se les nota cierta retórica de época que acaba alejándolos de nosotros, pero en casi todos hay un mundo tan personal, tan íntimo, que uno sucumbe a su encanto a poco que le dedique algo de atención. Otros poseen una modernidad asombrosa, simbolista, desolada. Un viaje al mundo interior de Rosalía, a su «alma desolada y huérfana» para la que «no hay estación risueña ni propicia». No me cabe ninguna duda de que aquí está el germen de Machado y de Juan Ramón, más incluso que en Bécquer. Angustia interior («soledad de corazón sombrío» dice Machado), paisajes reales que se convierten en paisajes del alma, asonancias, pensamientos que vuelan inquietos sin poder detenerse nunca.

O la constatación, como en el poema que abre esta entrada, de que es en el interior insondable del poeta donde residen la belleza y el dolor. Aún quedan algunos años para que Juan Ramón, en un poema memorable de Piedra y cielo, despojado ya de referentes reales, casi abstracto, esencializado, se dirija a la belleza en estos términos:

¡No está en ti, belleza innúmera,
que con tu fin me tientas, infinita,
a un sinfín de deleites! 
¡Estás en mí, que te penetro
hasta el fondo, anhelando, cada istante,
traspasar los nadires más ocultos! 
¡Estás en mí, que tengo
en mi pecho la aurora
y en mi espalda el poniente
—quemándome, trasparentándome
en una sola llama—; estás en mí, que te entro
en tu cuerpo mi alma
insaciable y eterna.
Juan Ramón Jiménez | Piedra y cielo, 1918