viernes, 24 de octubre de 2014

Una extraña y triste belleza


De súbito surgió, lo mismo que si saliera de la silla, una forma, la forma de una mujer. Era nítida como una forma de vida y espantosa como una forma de muerte. Su rostro tenía juventud y una extraña y triste belleza; la garganta y los hombros iban desnudos, el resto de la forma llevaba un holgado vestido de color blanco empañado.

Edward Bulwer-Lytton | La casa y el cerebro, 1859

viernes, 17 de octubre de 2014

Otoño


En las hogueras del otoño arden los sueños perdidos del verano.

domingo, 12 de octubre de 2014

Mirar las estrellas produce vértigo



Andrés Hurtado, el desorientado protagonista de El árbol de la ciencia (1911), está en Valencia, en casa de unos familiares suyos que no le despiertan la más mínima simpatía. Ha llegado hasta allí, tras su estancia veraniega en un pueblo cercano, buscando mejorar la maltrecha salud de Luisito, su hermano pequeño, al que quiere como a un hijo. Allí le explica a una de las criadas que debe abrir las ventanas para que entre el sol, pues hay unas cosas vivas que son malas y mueren con la luz. Ella, que nunca oyó hablar de los microbios, le cuenta a las otras criadas que el señorito está chiflado, pues dice que hay en la habitación unas moscas invisibles a las que mata el sol. Andrés ha terminado sus estudios de medicina y aprovecha, aburrido, para preparar el doctorado. Apenas sale a la calle. Rehúye la vida social. Pasa las tardes entre libros, contemplando desde una terraza los tejados cercanos. Algo desasosegante crece en su interior,  Así nos lo cuenta Baroja:

Andrés bajaba a cenar, y muchas veces, por la noche, volvía de nuevo a la azotea, a contemplar las estrellas. Esta contemplación nocturna le producía como un flujo de pensamientos perturbadores. La imaginación se lanzaba a la carrera a galopar por los campos de la fantasía. Muchas veces, el pensar en las fuerzas de la Naturaleza, en todos los gérmenes de la tierra, del aire y del agua, desarrollándose en medio de la noche, le producía el vértigo.

Años después, encontramos a Daniel, el Mochuelo, y a su amigo Roque, el Moñigo, los protagonistas de El camino (1950), tumbados en un prado al caer la tarde. Todo es paz y sosiego en el valle. Es momento de confidencias. Miguel Delibes los sorprende en una de ellas:

Muchas tardes, ante la inmovilidad y el silencio de la Naturaleza, perdían el sentido del tiempo y la noche se les echaba encima. La bóveda del firmamento iba poblándose de estrellas y Roque, el Moñigo, se sobrecogía con una especie de pánico astral. Era en estos casos, de noche y lejos del mundo, cuando a Roque, el Moñigo, se le ocurrían ideas inverosímiles, pensamientos que normalmente no le inquietaban:
     Dijo una vez:
     —Mochuelo, ¿es posible que si cae una estrella de esas no llegue nunca al fondo?
     Daniel, el Mochuelo, miró a su amigo sin comprenderle.
     —No sé lo que me quieres decir —respondió.
     El Moñigo luchaba con su deficiencia de expresión. Accionó repetidamente con las manos, y, al fin, dijo:
     —Las estrellas están en el aire, ¿no es eso?
     —Eso.
     —Y la Tierra está en el aire también como otra estrella, ¿verdad? —añadió.
     —Sí; al menos eso dice el maestro.
     —Bueno, pues es lo que te digo. Si una estrella se cae y no choca con la Tierra ni con otra estrella, ¿no llega nunca al fondo? ¿Es que ese aire que las rodea no se acaba nunca?
     Daniel, el Mochuelo, se quedó pensativo un instante. Empezaba a dominarle también a él un indefinible desasosiego cósmico. La voz surgió de su garganta indecisa y aguda como un lamento.
     —Moñigo.
     —¿Qué?
     —No me hagas esas preguntas; me mareo.
     —¿Te mareas o te asustas?
     —Puede que las dos cosas —admitió.
     Rio, entrecortadamente, el Moñigo.
     Voy a decirte una cosa —dijo luego.
     —¿Qué?
     También a mí me dan miedo las estrellas y todas esas cosas que no se abarcan o no se acaban nunca. Pero no se lo digas a nadie, ¿oyes?

Siglos antes, en el XVI, Fray Luis había sentido ese mismo vértigo al contemplar la bóveda celeste iluminada. La hermosura matemática de las estrellas es tal que el mundo le parece bajo y ruin. Así nos lo dice en una de sus odas más conocidas, que comienza así:

     Cuando contemplo el cielo
de inumerables luces adornado,
y miro hacia el suelo
de noche rodeado,
en sueño y en olvido sepultado:
     El amor y la pena
despiertan en mi pecho un ansia ardiente;
despiden larga vena
los ojos hechos fuente;
la lengua dice al fin con voz doliente:
     «¡Morada de grandeza,
templo de claridad y hermosura!
Mi alma que a tu alteza
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel, baja, oscura?»

También el protagonista de «Los contadores de estrellas», poema perteneciente a Poemas puros. Poemillas de la ciudad (1921), el primer libro de Dámaso Alonso, siente, a su modo, el peso del firmamento. Se pone a contar estrellas, pero...

Yo estoy cansado.
                               Miro
esta ciudad
                   —una ciudad cualquiera—
donde ha veinte años vivo.
Todo está igual.
                           Un niño
inútilmente cuenta las estrellas
en el balcón vecino.
Yo me pongo también...
Pero él va más deprisa: no consigo
alcanzarle:
                   Una, dos, tres, cuatro,
cinco...
No consigo
alcanzarle: Una, dos...
tres...
           cuatro...
                          cinco...      

Pues sí, parece, definitivamente, que mirar las estrellas produce vértigos varios, desasosiegos cósmicos y otros efectos no deseados. Pero, ¿qué sería de nosotros si no las mirásemos?

sábado, 4 de octubre de 2014

Simbad y Don Quijote



Hace una semanas, con motivo de la publicación de El balcón en invierno, entrevistaron en el programa El ojo crítico a su autor, Luis Landero. Allí, preguntado sobre la ya clásica dicotomía vida-literatura (¿Dónde cree que está la vida, en las palabras o en las cosas?), respondió:

Pues no lo sé. ¡Vaya usted a saber! Creo que en los dos sitios. Tenemos dos personajes que son contrarios y complementarios: Simbad y Don Quijote. Simbad primero vive y luego lo cuenta. Es mercader, le ocurren esos siete viajes maravillosos, esas siete aventuras, y luego lo cuenta al final. Primero lo vive y dice: «Ya está bien de vivir, lo vamos a contar». Y Don Quijote es al revés: se educa en una biblioteca y primero lee y dice: «Ya está bien de leer, ahora vamos a vivir, vamos a lanzarnos al camino». Nosotros somos todos un poco Simbad y un poco Don Quijote. Vivimos y luego necesitamos contarlo. El recuerdo y el sueño son formas de narración. Y, a veces, leemos y necesitamos llevar a la vida lo leído.

Simbad y Don Quijote, el Capitán Nemo y Emma Bovary, Baroja y sus hombres de acción. Libros alimentados por la vida alimentada por los libros. Bioy Casares ya lo había dicho de la manera más sencilla y contundente: «Creo que parte de mi amor a la vida se lo debo a mi amor a los libros».

Si te interesa escuchar completa la entrevista con Landero, que no tiene desperdicio, la puedes encontrar en los podcast de RNE. Este enlace te lleva allí directamente. Por cierto, su nueva novela, El balcón en invierno, tiene una pinta excelente. Me falta tiempo para acabar lo que estoy leyendo y ponerme con ella. ¡Cuántos caminos a los que lanzarse!