viernes, 27 de septiembre de 2013

Planificar la vida



El otro día cayó en mis manos por casualidad el volumen 1 de Mafalda editado por Lumen, el pequeñito apaisado, tan manejable y gustoso. No me pude resistir y lo abrí de inmediato. Después de años de casi olvido (y eso que tengo el Todo Mafalda en la estantería), lo leí del tirón y me pareció tan fresco como entonces, cuando me encantaba y me sabía de memoria todas las tiras. Quino sigue siendo muy grande. Estas dos tiras me hicieron gracia y me dieron que pensar. La primera vez que las leí, en un volumen como éste que me prestó un amigo, tendría catorce o quince años y un mundo de descubrimientos por delante. La verdad es que siempre me identifiqué más con Felipe, que es mi personaje favorito. Me gusta su manera de planificar la vida. ¿Acaso hay otra?

sábado, 21 de septiembre de 2013

Recuerdos


Los recuerdos se mueven siempre por territorios difusos, casi fantasmales, a medio camino entre el olvido definitivo y la reconstrucción justificadora. Seremos lo que aún no ha ocurrido, pero somos la acumulación, a veces ruinosa, de lo sucedido. Al igual que un lector se enfrenta a cada novela con el bagaje irrenunciable de todas las ya leídas (el mismo libro es siempre diferente para cada lector), uno entiende el mundo cada día con la experiencia de lo que vivió. Nuestros recuerdos van moldeándose con el transcurso de los días. Con cada decisión del presente reconstruimos de algún modo el pasado, que nunca está quieto: cambia con nosotros, aunque no nos demos cuenta. El pasado real ya no existe. Nuestro pasado, el que de verdad nos importa, es nuevo en cada instante.

¿Qué hay entonces de real en nuestros recuerdos? ¿Eran así el tono de su voz, el brillo de sus ojos o la calidez de sus muslos? ¿Realmente estuve en aquel río? ¿Cómo empezó todo? ¿Fue culpa mía que terminara? ¿Dije realmente eso? Algunos recuerdos levantan un dedo acusador desde el pasado y contra ellos poco podemos hacer. Quizá esperar que se diluyan. Otros, en cambio, nos ofrecen lugares seguros contra la tormenta, como refugios construidos para aliviarnos en tiempos de zozobra. Los necesitamos: somos replicantes que necesitan pasado para saberse vivos.

Montículos de polvo acumulado que dejan entrever unas formas imprecisas que interpretamos a nuestro gusto, complacientes o crueles con nosotros mismos, satisfechos o siempre anhelantes de más. Y, cuando parece que nos acercamos a lo que se oculta debajo, una ráfaga de viento (alguien abrió la ventana) los levanta y vuelta a empezar. El blanco y negro de las fotografías es la argamasa que nos devuelve su realidad. Los recuerdos, como la literatura, nos mienten siempre, pero sus mentiras son piadosas porque pretenden hablarnos de las verdades que importan.