domingo, 3 de febrero de 2013

Acertijos en las tinieblas


Todos los libros que leemos dejan huella en nuestra memoria. En algún lugar del recuerdo permanecen escondidos esos personajes con los que hemos sufrido tanto o esas palabras que nos conmovieron. Quizá sólo recordamos un nombre o algún rasgo peculiar o una mirada que nos tocó en su momento. Quizá hasta eso lo hemos olvidado. Pero ocurre a menudo que, como el niño que sigue unas pisadas en la arena que acaban conduciéndolo hasta la huella de sus propios pies, los libros nos abren caminos de la memoria que teníamos casi olvidados. Y así, leyendo un libro, nos acordamos de otro leído hace demasiado tiempo, en un lugar distante, en una vida que ya nos es casi ajena. Y entre ellos se crea un eco. La literatura se hace y crece a base de resonancias. Todo este viaje comenzó en los mares procelosos de la Odisea.

Hace algunos días, en el tranquilidad de la noche, releía yo El rey Lear, que es la mejor obra, junto a Misericordia de Galdós, escrita sobre el tema de la ingratitud y el abandono, la lealtad y la traición. Las palabras de Shakespeare son tan poderosas que sus ecos nos llegan a pesar de las dificultades que impone su traducción. Aunque sólo fuera por los parlamentos de Lear, ya merece la pena su lectura. Al comienzo del acto III encontramos al rey, que ha sido cruelmente abandonado por Regan y Goneril, sus hijas. Con síntomas de locura, grita y vaga sin rumbo bajo la tormenta. No tiene dónde pasar la noche. Sólo lo acompaña su bufón. Entonces, aparece Kent, que, compadecido, los lleva hasta una choza. Allí encuentran a Edgar, hijo natural de Gloucester, que, traicionado por su hermano bastardo, ha tenido que huir. Finge que está loco y se hace llamar Pobre Tom. La locura como refugio. Dos locos y un bufón que claman en medio de la tormenta contra las verdades más dolorosas de la vida: la ingratitud, la lujuria, la vejez, el desvalimiento, la decrepitud, el desánimo. Locuras lúcidas como la de Alonso Quijano o la de María Josefa, la madre de Bernarda Alba. Nuevos ecos.

Edgar, que habla de sí mismo en tercera persona, dice:
Pobre Tom, que se come a la rana que nada, el sapo, el escarabajo, la salamandra y el agua: que, en la furia de su corazón, cuando se enfurece el sucio demonio, come estiércol de vaca como ensalada, se traga a la rata vieja y al perro de la zanja y se bebe la capa verde del agua estancada. Le han azotado de parroquia en parroquia, le han metido en los cepos, le han castigado y aprisionado. Tenía tres trajes para su espalda y seis camisas para su cuerpo: caballo en que montar, y espada que llevar. Pero ratones, ratas y demás caza menor han sido el alimento de Tom en siete largos años. Cuidado con el que me sigue. Calla, Smulkin, ¡calla, demonio!
El eco me lleva inevitablemente a Gollum. ¿A ti no? Del Pobre Tom al viejo Sméagol. De Shakespeare a Tolkien. Gollum aparece por primera vez en "Acertijos en la oscuridad", el mejor capítulo para mí de El hobbit. Tolkien nos presenta a un ser solitario que habita una caverna. Sus ojos brillan en la oscuridad y se alimenta de los peces que le proporciona el lago subterráneo, aunque no desprecia otras carnes. No sospechamos aún, ni por asomo, lo importante que será su papel en el historia del Anillo. En otros tiempos fue un hobbit llamado Sméagol que acabó matando a Déagol, su primo, para arrebatarle el Anillo que éste había encontrado. Lo que prometía ser una tranquila jornada de pesca en el Anduin acabó en tragedia. Ahora, otro encuentro, otro azar, le cambiará de nuevo la vida. A la soledad de la caverna llega Bilbo. En sus manos lleva una espada, una hoja nacida en Gondolin. Y en su bolsillo, el Anillo que Gollum ha perdido, aunque él aún no lo sabe. Gollum, solitario, alejado de los suyos, transformado en otro, conserva una curiosidad insaciable y comienza así entre ambos un brillante juego de adivinanzas en lo más profundo de la oscuridad de la tierra. Él, como el Pobre Tom, también habla de sí mismo en tercera persona. La choza y la caverna. Locura, aislamiento, soledad. Y rabia, mucha rabia, cuando intuye que lo que Bilbo tiene en el bolsillo, la respuesta a la última adivinanza, es el Anillo. Le han arrebatado su tesoro, lo que ha hecho de él lo que ahora es:
¡Mi regalo de cumpleaños! ¡Maldito! ¿Cómo lo perdimos, preciosso mío? Sí, eso es. ¡Maldito sea! Cuando vinimos por aquí la última vez, cuando estrujamos a aquel asqueroso jovencito chillón. Eso es. ¡Maldito sea! Se nos cayó, ¡después de tantos siglos y siglos! No está, ¡gollum!
Frente a la amenaza de las sombras y otras oscuridades (ya sabéis a cuáles me refiero, que basta mirar la lista de los libros más vendidos), hay que reivindicar las lecturas de largo recorrido. Las que no son como pañuelos que usamos y tiramos. Las que nos llevan sin miedo de un tiempo a otro y hacen que nos dé un vuelco el corazón. Quizá sea verdad que nunca se ha leído tanto como ahora, pero ¿qué quedará? La buena literatura requiere tiempo, pausa, primor. Es un eco que viene de lejos, pero siempre es un eco único. En mitad de un libro, un lejano canto de sirenas nos llama sin remedio y nos hace recordar y abrir otro libro. Se despliegan nuevos acertijos en la oscuridad del cuarto.

Volviendo a Shakespeare, hago mías las palabras de Kent, pues, como él, ya vamos teniendo cierta edad: 
LEAR: ¿Cuántos años tienes?
KENT: No tan joven, señor, como para amar a una mujer porque canta, ni tan viejo como para enloquecer por ella por nada: llevo a la espalda cuarenta y ocho años.
No está mal esto como criterio literario.

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