domingo, 2 de diciembre de 2012

Hospitales


El tiempo se detiene en los hospitales. Puertas afuera, aún valen los relojes, pero, una vez dentro, hay que asumir que las unidades de medida han cambiado. Bolsas de suero, bandejas y carritos marcan ahora el ritmo lento de las horas, y componen, junto a las visitas, una extraña procesión que el enfermo contempla acurrucado, recogido en sí mismo, desde la lejanía de su mal. La habitación, no tan distinta a la de un hotel, está llena de objetos cotidianos que han sido transformados por alguna mente juguetona: la cama tiene ruedas y mandos, la televisión funciona con monedas, la mesita de noche no sostiene lámpara ni libros, las sábanas están decoradas con letras que te recuerdan, cada vez que reposas la cabeza, dónde estás. La bandeja de la comida trae tu nombre junto a la lista de los alimentos que ofrece, detalle fundamental, pues, en ocasiones, ni la forma ni el sabor permiten identificar tan suculento menú. Compartes habitación y baño con un desconocido, que apenas se mueve en su rincón. Habitaciones interiores, luces planas, asepsia, funcionalidad, elementalidad de formas.

La amistad surge espontánea de la dificultad compartida. Consuelo de ayudar y saberse ayudado. Historias para matar las horas. Posibles conocidos comunes. Casualidades. Acompañantes que hablan de sus propias enfermedades y olvidan al enfermo. Recuerdos de otros tiempos en que la medicina no estaba tan adelantada. Variedad de tipos humanos que se dejan observar cada tarde. Escuela de vida. 

Cuando se apagan las luces, todo adopta un aire de viaje en tren nocturno o de travesía en barco. Es inútil mirar el reloj, pues siempre marcará la misma hora. En el silencio de la noche, se oye el rugir lejano y poderoso de unas calderas, la maquinaria que mantiene todo en perfecto funcionamiento. Pasos acolchados de enfermeras que se mueven, melena o coleta al viento, con discreción y saber hacer. Alguna puerta se cierra con estrépito. Pitidos electrónicos que dibujan la vida. Respiración acompasada de desconocidos, ronquidos, concierto de sueños que buscan la claridad del alba y algo más. Puertas que se abren. Repentino e intenso olor a café.

9 comentarios:

  1. esta observación la conozco y la contás muy bien...pero, qué andás haciendo en el hospital?

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  2. Yo tengo un mes, aquí en el hospital.

    Qué gran casualidad que escribas sobre ellos. Porque sueles escribir otras cosas.
    Pero en efecto, aquí el tiempo nunca pasa y la vida es un tren de comida malísima, sonidos extraños y soledad acumuladas.

    Perfecta descripción.

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  3. Es terrible. Pero cuando entrás al hospital, es verdad, es como si atravesarás el umbral que separa los mundos. Otra dimensión, otra música, otras amarguras. Un abrazo.

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  4. Gracia, es verdad que allí ni el café sabe bien, pero su olor una mañana, muy temprano, tras una larga noche en vela, me hizo volver a la realidad. Era como un aviso de que fuera del hospital el mundo seguía igual y me estaba esperando. Un beso.

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  5. Emmagunst, he pasado allí unos días (y unas noches) como acompañante de un familiar. Como de noche no podía dormir, imaginaba. Lo de que el reloj no avanza es totalmente cierto. Saludos.

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  6. JK, sí que es una casualidad. Todo lo que yo pueda contarte lo sabes tú mejor que nadie. Te deseo que te recuperes lo antes posible y que, cuando salgas (si eres tú el enfermo), te tomes un buen café a mi salud. Un fuerte abrazo.

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  7. Darío, la puerta de los hospitales es siempre una frontera. Entras en un país extraño y deseas regresar pronto al tuyo. Y, cuando regresas, valoras más aquello que tenías y no le dabas importancia. Un abrazo.

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