martes, 27 de diciembre de 2011

La casa donde nací


La casa donde nací ya no existe. La derribaron hace años. De sus paredes de temple y sus ventanas de cristales antiguos no quedan más que algunos recuerdos que la memoria, siempre caprichosa, ha conservado para devolverme, de tarde en tarde, a ese tiempo ya perdido. Hoy me he acordado de ella y he repasado cada una de sus habitaciones. Allí fui feliz. Con mis padres, con mi abuela, con mi hermano. 

Los recuerdos de las casas que habitamos son poderosos. Son las huellas de nuestra vida allí. Actos cotidianos, íntimos, intrascendentes. De vez en cuando nos sorprendemos pulsando un interruptor de la luz que no existe, y, tras tantear inútilmente en la pared, nos damos cuenta de que hemos pulsado el de aquella otra casa que ya casi habíamos olvidado. Y entonces se abre todo un portal de recuerdos. ¿No te ha ocurrido esto alguna vez? Las casas guardan nuestros secretos, nuestros deseos, nuestras risas, nuestras lecturas, nuestros besos. ¿Podríamos llevar la cuenta de las casas en que hemos vivido? Sí, sin duda.  Es un placer recordarlas. Allí están nuestros cafés de media tarde, los sonidos siempre incómodos del despertador, las películas disfrutadas en común, nuestros sillones favoritos de lectura. Han sido un lugar fijo desde el que entender el mundo. Los tiempos se confunden como en un laberinto o una espiral. Podemos hacer listas interminables de recuerdos. Aquellas baldosas que tanto se movían (y tenían su encanto), la única chimenea de leña que hemos disfrutado, el largo pasillo hacia ningún sitio, la cochera imposible, los techos altos y las bombillas que alumbraban como velas, el tabique a medio hacer, el olor a viento antiguo del patio de luces, la jarapa y el rincón de los juguetes (con sus interminables coches para aparcar), la terracilla de la cocina, la pila de tebeos Marvel al lado de la cama, el barreño de las tortugas, la alacena de mi abuela, aquellas almohadas con las que jugábamos como si fueran personajes (aún recuerdo sus nombres), la calidez de la sábanas aquel invierno, la caricia de tus besos al despertar los domingos. ¿Recuerdas? Siempre ha habido un refugio, una covancha, un reino propio. 
   
Pero, de todas las casas, la más poderosa es la de nuestra primera infancia, esa de la que apenas tenemos fotografías. Casas llenas de sombras, niebla y felicidad. Yo nací literalmente en aquella casa, no en el hospital, como ya era frecuente entonces. Ahora me parece algo muy antiguo, pero a mi madre le debió de parecer de lo más normal. Siempre cuenta que me pusieron a llorar, tras los azotes pertinentes, en el poyo de la cocina. Muchas veces he reconstruido mentalmente la estructura de aquella casa y he intentado recordar qué había en cada pared. Allí están (ya ruinas) mis recuerdos más antiguos. Una modesta casa de alquiler para trabajadores de una fábrica de cemento. Un paraíso con jardín y huerto para un niño. Las fotografías son muy escasas y apenas dejan entrever un escalón, el marco de una ventana, el sillón de mimbre de la entrada o la sombra de aquel árbol tan inmenso. Está bien que sea así. Recuerdos con cuentagotas. Hace poco mi hermano consiguió viejas fotografías que guardaba mi tía y que no recordábamos haber visto nunca. ¡Qué sorpresa más agradable! ¡Qué raro ver imágenes tuyas de niño! Creemos que siempre fuimos como aparentan las poquitas fotos nuestras que se conservan y, de pronto, aparecen nuevas y nos vemos muy distintos a como nos imaginábamos. ¿Te ha pasado alguna vez? El caso es que, tras el impacto inicial al fijarme en las personas, observé los fondos. Allí estaba la casa, que me ofrecía nuevas pistas para avivar recuerdos. El patio. La mecedora de mi abuela, los arriates en que sembraba mi padre, los geranios de mi madre, los botes de colonia Nenuco de mi hermano recién nacido. Aún somos niños (aunque vayamos cumpliendo ya demasiados años).           

La casa donde viví de niño ya no existe. ¿Qué habrá sido de sus fantasmas? ¿Se perdieron entre sus ruinas o son los mismos que ahora me acompañan?





La fotografía que abre la entrada la hizo Jan Lauschmann en 1929. Las otras dos están hechas por mi tío en el patio de la casa donde nací. Ese bebé serio, pero feliz, dueño todavía del mundo, dicen que era yo. El patio ya no existe.