martes, 27 de septiembre de 2011

Caminaré por los senderos


La dulzura de este atardecer veraniego, ya en otoño, me ha traído este poema de Rimbaud, que comparto contigo como recuerdo de todas esas tardes de plácida libertad que nos ha regalado el verano que acaba. No hay que preocuparse. El otoño, con sus sábanas cálidas y su tiempo reposado, toca ya el cristal de nuestra ventana. 

Sensation

Par les soirs bleus d'été, j'irai dans les sentiers,
Picoté par les blés, fouler l'herbe menue:
Rêveur, j'en sentirai la fraîcheur à mes pieds.
Je laisserai le vent baigner ma tête nue.

Je ne parlerai pas, je ne penserai rien:
Mais l'amour infini me montera dans l'âme,
Et j'irai loin, bien loin, comme un bohémien,
Par la Nature, -heureux comme avec une femme.

Arthur Rimbaud | 1870

Que en la traducción de Javier del Prado (Cátedra, Letras Universales), dice así:

Iré, cuando la tarde cante, azul, en verano,
herido por el trigo, a pisar la pradera;
soñador, sentiré su frescor en mis plantas
y dejaré que el viento me bañe la cabeza.

Sin hablar, sin pensar, iré por los senderos:
pero el amor sin límites me crecerá en el alma.
Me iré lejos, dichoso, como con una chica,
por los campos, tan lejos como el gitano vaga.




Los paisajes son del pintor impresionista noruego Frits Thaulow (1847-1906).

sábado, 10 de septiembre de 2011

Una caricia nos guía


Seguramente Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965) no es una película perfecta. Algunos pensarán que ni siquiera es una buena película, pero no cabe duda de que contiene escenas fascinantes, de esas que, una vez vistas, recuerdas para siempre. Imágenes llenas de extraña poesía en un mundo frío y deshumanizado. Habitaciones de hotel, calles vacías, pasillos interminables, escaleras angustiosas, primeros planos de un interrogatorio casi existencial. La presencia de Anna Karina, actriz a la que estoy completamente rendido, y el rostro duro, pero muy humano, de Eddie Constantine hacen que la película cobre otra dimensión. Todo gira en torno a ellos dos, a sus palabras, a sus silencios, a sus miradas interrogantes. Es ahí donde está su riqueza y no en el desarrollo argumental. La película se mueve entre el cine negro clásico de detective y el de ciencia ficción. En algunos aspectos anticipa planteamientos de 2001: Una odisea del espacio (la comparación entre Alpha 60 y Hal 9000 es inevitable) o Blade Runner o Matrix. En otros, parece cercana a Fahrenheit 451 o al mundo de 1984 de George Orwell. 

En un mundo futuro, un detective llamado Lemmy Caution (Eddie Constantine), que se hace pasar por periodista, llega desde los países exteriores a Alphaville (París) en busca del profesor Von Braun, apodado Nosferatu, un científico exiliado que ha desarrollado un potente ordenador, Alpha 60, que controla completamente las vidas y las mentes de sus habitantes. De ellas se han eliminado los sentimientos, lo irracional e incluso algunas palabras, que van desapareciendo poco a poco de los diccionarios, a los que confunden con Biblias. Palabras como por qué o amor. Viven una vida robotizada, vacía. Son el número que llevan tatuado en la nuca. Poesía, filosofía, distopía. Reflexión sobre el poder de la palabra asociada a los sentimientos que evoca. Hay escenas, como decía, dignas de recordar, visualmente asombrosas, como las ejecuciones en la piscina, los interrogatorios a Lemmy y sus brillantes respuestas o  las largas conversaciones por los pasillos del hotel con las atractivas señoritas que buscan satisfacer los deseos del cliente. Es en este contexto donde se produce el encuentro entre Lemmy y Natasha (Anna Karina), la hija del profesor Von Braun, que no nació en Alphaville, pero se ha asimilado a su forma despersonalizada de vida. Algo cambia en ella. Natasha empieza a recordar palabras, a descubrir sentimientos.

           


Hay una escena fascinante. Lemmy y Natasha están en la habitación del hotel. Ella le manifiesta su deseo de irse con él a los países exteriores y su miedo. Hablan sobre el amor. Y Natasha, que tiene en sus manos un libro de Paul Éluard, Capital de la douleur, recita estos hermosos versos como si fueran un monólogo interior:
Tu voz, tus ojos,
tus manos, tus labios.
Nuestro silencio, nuestras palabras.
La luz que se va,
la luz que retorna.
Una sola sonrisa para nosotros dos.
Por necesidad de aprender,
vi la noche crear el día
sin que nosotros cambiemos de apariencia.
O muy queridos de todos,
o muy queridos de uno solo,
el silencio de tu boca prometía ser feliz.
Fuera, fuera, decía el odio.
Más cerca, más cerca, decía el amor.
Una caricia nos guía desde nuestra infancia.
Cada vez veo más la forma humana
como un diálogo de amantes.
El corazón no tiene más que una boca.
Todo por casualidad.
Todas las palabras sin pensamiento.
El sentimiento a la deriva.
Hombres vagan por la ciudad.
Una mirada, una palabra.
El hecho de que te amo.
Todas las cosas se mueven.
Debemos avanzar para vivir.
Dirígete directamente hacia los que amas.
Yo fui hacia ti,
continuamente hacia la luz.
Si tú sonríes, es para invadirme mejor.
Los rayos de tus brazos perforan la niebla.




miércoles, 7 de septiembre de 2011

Las sombras del amor


Leo en Romeo y Julieta:
¡Qué dulce debe ser el amor poseído, cuando sólo las sombras del amor son tan ricas en gozo!
Y más adelante:
El amor es un humo que sale del vaho de los suspiros; al disiparse, un fuego que chispea en los ojos de los amantes; al ser sofocado, un mar nutrido por sus lágrimas.
Y allí mismo dice Fray Lorenzo:
Dentro de la tierna corteza de esta débil flor tienen residencia un veneno y una potencia médica; pues, al olerla, anima con cada parte a cada parte; y, al ser probada, mata todos los sentidos en el corazón. Dos reyes así enfrentados acampan en el hombre, como en las hierbas, la gracia y la ruda voluntad; y, cuando predomina lo peor, muy pronto el gusano de la muerte devora esa planta.

Y me he acordado de las palabras con que Fernando de Rojas justifica las virtudes literarias del Auto I de La Celestina, de autor desconocido, supuestamente encontrado por él. Virtudes tales que lo llevaron a aprovechar intensamente quince días de vacaciones para completarlo:
Y, como mirase su primor, su sotil artificio, su fuerte y claro metal, su modo y manera de labor, su estilo elegante, jamás en nuestra castellana lengua visto ni oído, leílo tres o cuatro veces; y tantas cuantas más lo leía, tanta más necesidad me ponía de releerlo y tanto más me agradaba, y en su proceso nuevas sentencias sentía. Vi no sólo ser dulce en su principal historia o ficción toda junta, pero de algunas sus particularidades salían deleitables fontecicas de filosofía, de otros agradables donaires...



Eso mismo se podría decir de Shakespeare. En los últimos meses he leído algunas de sus obras que no conocía: Los dos hidalgos de Verona, Tito Andrónico, El rey Juan, La comedia de las equivocaciones, El rey Ricardo II, Trabajos de amor perdidos, La doma de la furia y Romeo y Julieta. Me han parecido desiguales, algunas muy flojas, quizá por primerizas, siempre intraducibles debido a esa obsesión suya por el lenguaje y los juegos de palabras, lo que te deja cierta sensación de desconsuelo. El lenguaje es el gran protagonista del teatro de Shakespeare, pero en qué obra literaria de calidad no lo es. En ninguna de ellas he encontrado la grandeza de Macbeth, Hamlet o El rey Lear, excepto en Romeo y Julieta, que, paradoja, sólo tiene en su contra el ser tan conocida, lo que a veces provoca la falsa idea de que no merece la pena leerla. En todas ellas he encontrado poesía y esas "deleitables fontecicas de filosofía" de las que hablaba Rojas. Sentencias que nos hablan de lo más profundo de las personas, de nuestras grandezas y de nuestros pesares. 

El final de Romeo y Julieta, de todos conocido, es intenso. La tumba de Julieta, hermosa en su juventud intacta, cuyas mejillas van recuperando poco a poco el color para encontrar sólo frío y desolación a su alrededor. El olor del panteón de los Capuleto. Las antorchas a medio apagar. Las sombras. Las reflexiones macabras sobre el amor y la muerte, que tanto le gustan a Shakespeare. La poción, el veneno y el puñal. Los esposos que no han podido disfrutar su amor y el pretendiente que lanza flores sobre el cuerpo de la joven. El beso de Julieta en los labios aún calientes de Romeo, buscando encontrar lo que queda de su amor y algo de veneno que le quite una vida que ya no tiene. Una obra redonda.

Y me he acordado también de la impresionante Ophelia de John Everett Millais, otro canto a la belleza en la muerte, que comparto ahora contigo.
Y créeme, amor, tú también a mis ojos: la seca tristeza bebe nuestra sangre.

martes, 6 de septiembre de 2011

Veinte sombras


Leo en El rey Ricardo II de Shakespeare:
La sustancia de todo pesar tiene veinte sombras que se asemejan al pesar mismo, pero que no son él.