lunes, 29 de agosto de 2011

Paraísos


Ocupan espacio, acumulan polvo y a esta alturas de la vida ya sabemos que no nos aseguran un tiempo infinito para leerlos. Pero no llegaron todos ayer. No son unos invitados incómodos a los que conviene largar lo antes posible porque están dejándonos vacío el frigorífico. Llegaron poco a poco, con el ritmo pausado de los años. Los recomendó un amigo, un periódico o uno de los que ya habían llegado (cuidado, que se llaman los unos a los otros). O quizá los invitamos nosotros mismos, enamorados de unas líneas o una portada. Un flechazo fulminante en una mañana de verano, tras el café tranquilo y conversado. Nunca podremos olvidar al primero que llegó: un tebeo. Repasamos sus páginas mil veces. Esas colecciones de Flash Gordon, El Príncipe Valiente, El Hombre Enmascarado, Tintín, Spiderman y Los 4 Fantásticos, releídas cada verano como si fueran nuevas, depositadas cada noche al lado de la cama. Y la revista Strong, compartida gozosamente con mi hermano. Cada uno de ellos tiene su historia, aunque algunas las hayamos olvidado. Este lo conservo de mi abuela. Los de Bruguera los compraba en la papelería de la vuelta de casa. Estos los leí con aquella novia tan guapa y que sabía tanto inglés. Este lleva un prólogo de un profesor mío y unas palabras de su puño y letra. Esta edición de Moby Dick la comentaba por las tardes con mi amigo Ángel, que también estaba a bordo del «Pequod» (qué buenas jornadas de pesca y charla pasamos). Este es de mi época de estudiante en Granada, leído con flexo en una oscura habitación interior. Ah, y las Joyas literarias juveniles, donde leí a Verne y Salgari por primera vez. ¿Te acuerdas del Manual de los jóvenes castores que nos llevábamos todos los años a la playa? Y aquí están los de poesía, leidos y releídos, disfrutados palabra a palabra.

Nos han rodeado como invasores amistosos. Han tomado nuestra casa, como en el cuento de Cortázar, y no temen la competencia de otros intrusos más modernos. Juegan con ventaja. No los he leído todos. Pero los tengo al alcance de la mano. Me permiten, sin salir de la habitación, pasar de un mundo a otro, de Cernuda a Shakespeare, de Comala a África, de los Mares del Sur a Marte o El Toboso, de tu cuello  a mis recuerdos, de aquellos labios a estas palabras. ¿Queda espacio para alguno más? ¡Quién sabe! Quizá puedan apretarse un poco. Algún día nos iremos juntos. Éstas de abajo son para mí imágenes de paraísos soñados.






 

domingo, 21 de agosto de 2011

La nuez de los secretos

 
Fue entonces cuando decidieron encerrar sus secretos en aquel mundo minúsculo, la cáscara de una nuez partida con exactitud natural en dos mitades. Cada uno escribiría sus deseos de futuro, aquello que no se atrevía a decir en voz alta ni en esas horas de la noche que se prestan a las confidencias. Los tres habían coincidido en el pasillo, en la ceremonia ritual del té y la amistad, la de la pausa en el estudio, y uno de ellos, no importa quién, lo propuso. Había dos condiciones. El azar elegiría al encargado de guardarla para siempre y nunca la podrían abrir, ni aunque todos se pusieran de acuerdo.

Con mano temblorosa, trazaron sobre el papel caminos inciertos, se mintieron a sí mismos y desearon imposibles. Pero ya se sabe que los deseos son ambiciosos y más cuando pretendes encerrarlos en una nuez y dejarlos dormir el sueño de los faraones. Así que, con sus notas ya a buen recaudo, sellaron las dos mitades con unas gotas de pegamento Imedio y las convirtieron en un recinto inexpugnable a los sinsabores del día a día.     

En uno de esos días de limpieza que aligeran las casas y remueven el polvo de la memoria, la encontró. Habían pasado muchos años. La nuez de los secretos estaba allí, delante de él, en aquella caja de zapatos llena de objetos inservibles. Fue instantáneo. El recuerdo de aquella tarde lejana lo invadió. La cogió con cuidado, por miedo a que pudiera abrirse el arca de la memoria que había conservado intactos sus deseos. Y recordó con la nuez apretada en su mano. Sintió la tentación natural de abrirla, no tanto por descubrir el secreto de los otros, sino por recordar el suyo propio, que había olvidado. ¿Qué escribió él? ¿Qué deseó en aquel juego infantil?  Imposible recordarlo. Los sueños también se olvidan. Sintió miedo y cierta tristeza imprecisa. Pensó que hacía mucho que no veía a aquellos amigos y se preguntó si ellos recordarían lo que habían escrito, si se acordarían de la nuez y de aquella tarde. El tiempo es muy poderoso, se dijo, mientras pasaba los dedos y comprobaba que el pegamento de la infancia también lo es.

domingo, 14 de agosto de 2011

Caparazones vacíos


Leo en El rey Juan de Shakespeare:
No hay fundamento sólido construido sobre la sangre, ni vida asegurada construida sobre la muerte de otros.
Y en Antígona de Sófocles:
Es que a los humanos no hay planta alguna que les brote tan pujante como la plata, falaz moneda: ésta arrasa incluso ciudades, ésta hace saltar de su casa a los hombres, ésta enseña y enajena las mentes honradas de los mortales para que se subleven y vengan a caer en una conducta deshonrosa, y les enseñó a los hombres a que estén dispuestos a hacer cualquier cosa sin escrúpulo alguno, y a que adquieran experiencia de todo tipo de inquietudes. 
Y allí mismo, más adelante:
Por eso, no hagas uso en tu fuero interno de una sola manera de ver las cosas, pensando concretamente que lo acertado es lo que tú afirmas y ninguna otra cosa más, pues todo aquél que tiene para sí que sólo él es quien tiene razón o que sólo él tiene una lengua o un alma que no tiene nadie más, los que así piensan, si se les quita el caparazón aparecen vacíos. Al contrario, no constituye desdoro alguno para un varón por sabio que sea, aprender infinidad de cosas y procurar no pasarse de intransigente.
Y pienso en lo poco que hemos mejorado con el tiempo y en cómo las palabras de los clásicos nos pueden resultar más cercanas, a veces, que las de algunos de nuestros contemporáneos.

domingo, 7 de agosto de 2011

El poder de las palabras

 
Nuestras palabras son poderososas. Mucho más de lo que pensamos. Una palabra puede abrirnos un agujero en el corazón o una puerta hacia la felicidad. Somos palabras. Dichas en su momento o a destiempo. Nuestro pensamiento, nuestros sentimientos, están hechos de esa materia volátil y generosa, que se deja moldear con facilidad en cualquier momento. Mientras tomamos un café, cuando leemos en la playa, en una comida familiar o antes de besar a esa chica que  nos vuelve locos. Se unen y producen chispas, igual que los labios. Alguien, creo que Lorca, dijo que la poesía no es otra cosa que unir palabras que antes no se habían unido, palabras que no hubiéramos imaginado escribir juntas. Y entonces surge una emoción, una sugerencia, un mundo que llevábamos dentro sin saberlo. La inspiración, si es que existe, debe ser eso. Las palabras duelen o besan. Debemos aprender el difícil arte de dominarlas para no herir a aquellos que amamos o para apartar sutilmente a aquellos que buscan dañarlos. Forman una corriente que arrastra limos de siglos, aunque son siempre nuevas. Nacen en el momento de decirlas y al morir dejan una onda que se expande lenta hasta llegar al centro más profundo. Y entonces estallan. O nos salvan.

Y nunca son inocentes. Celaya, quizá utópico, hablaba de ellas como de un arma cargada de futuro. No sé si de futuro, pero, desde luego, están cargadas de pasado, de Historia, de ideología, de sentidos ocultos, de uso familiar. Gil de Biedma usaba "palabras de familia gastadas tibiamente". Y recuerdo cómo Ángel González reflexionaba en una conferencia, a la que asistí hace ya mucho, sobre el poder de la poesía para transformar la realidad. Quizá no de modo inmediato, como una ley o una guerra, pero sí en tanto que nos hace pensar la vida. Somos otros después de leer un buen poema. Mejores o peores. El Arcipreste de Hita equiparaba su libro a un instrumento musical: sonaría bien o mal según cómo se tocara. Y José Ángel Valente, en un ensayo profundo titulado Las palabras de la tribu, explicaba que tras la voz de cada poeta están ocultas las de todos los anteriores a él. La tradición. Ése también es el poder de las palabras.

A veces nos arrastran y nos hacen decir cosas que no sabíamos que pensábamos. O las arrastramos nosotros y las utilizamos para manejar a nuestro antojo. Las palabras de nuestros padres, que no entendimos en su momento y ahora ya es tarde. O las de nuestros hijos, tan poderosas como la  sangre joven que llevan en su interior, deseando dejar sus miedos y comerse el mundo. Escribimos para que nos entiendan. Leemos para conocer la vida. Amamos con palabras heredadas. Buscamos consuelo en las palabras hondas de un poema o en la felicidad inmediata de una canción o en la caricia de unos sonidos susurrados en el oído en una siesta de amor veraniega.

jueves, 4 de agosto de 2011

El olvido


En la otra orilla de la noche
el amor es posible

-llévame-

llévame entre las dulces sustancias
que mueren cada día en tu memoria.

Alejandra Pizarnik | Los trabajos y las noches | 1965