viernes, 21 de enero de 2011

El arte de mentir


Hace unas semanas leí en Babelia un reportaje sobre los escritores y sus bibliotecas. En él varios autores reflexionaban sobre su relación con los libros una vez leídos. Sus respuestas, además de interesantes, eran muy variadas y con todas ellas, de un modo u otro, te podías identificar. Estaba el apego casi patológico de algunos por sus lecturas ya pasadas, la necesidad de desprenderse de lo viejo para dejar paso a lo nuevo (o para caminar ligeros por la vida), los terribles problemas con las mudanzas, las pesadillas recurrentes con el fuego o el agua, las manías clasificatorias o su simple amontonamiento, muy estético por cierto. Y pensé que, al fin y al cabo, no deja de ser un problema doméstico que nos afecta a muchos lectores, sobre todo a los que ya tenemos cierta edad y hemos llegado un poco tarde a la era del eBook. Si quieres reírte un rato, te aconsejo que veas el vídeo que enlazo abajo.

Me gustan los montones de libros. Para mí el espacio ideal de trabajo tiene ventana, mesa amplia, ordenador, taza de café, gato y muchos estantes llenos de libros y cómics. Es mi reino no abolido. Un refugio frente a las inclemencias del mar y los vientos. Un camarote tranquilo en mitad del tifón. Los libros leídos forman parte de nuestra vida. Hemos pasado tanto tiempo con ellos como con la más cariñosa de nuestras amantes. También a mí me gustaría aligerar mi vida ("Siempre he pensado que mi vida debería pesar menos de 32 kilos, que es el equipaje que me traje de Perú a España", dice Santiago Roncaglio), pero nos cuesta desprendernos de lo que nos da tantos momentos de placer ("Somos muy felices juntos y seguimos creciendo. En la salud y en la enfermedad y hasta que la muerte nos separe", explica Rodrigo Fresán).



¡Qué hermosos los espacios abarrotados de libros! Las bibliotecas municipales de nuestra infancia, el desván del abuelo, la casa de los Baroja, las librerías de viejo del Madrid antiguo, las viejas librerías de pueblo, los escaparates y puestos de libros en las ciudades inglesas, la biblioteca del Hospital Real en Granada...

Todo esto me ha recordado la medida acotación con que abre Valle la escena segunda de Luces de bohemia, cuando Max y Don Latino llegan a la librería de Zaratustra:

La cueva de Zaratustra en el Pretil de los Consejos. Rimeros de libros hacen escombro y cubren las paredes. Empapelan los cuatro vidrios de una puerta cuatro cromos espeluznantes de un novelón por entregas. En la cueva hacen tertulia el gato, el loro, el can y el librero. Zaratustra, abichado y giboso -la cara de tocino rancio y la bufanda de verde serpiente-, promueve, con su caracterización de fantoche, una aguda y dolorosa disonancia muy emotiva y moderna. Encogido en el roto pelote de una silla enana, con los pies entrapados y cepones en la tarima del brasero, guarda la tienda. Un ratón saca el hocico intrigante por un agujero.

Ramón del Valle-Inclán | Luces de bohemia, 1920



Nos rodean, duermen junto a nosotros, soñamos con ellos, nos citamos para después en el café o en la cama, acariciamos su cuerpo, reconocemos su olor, estamos deseando que nuestra relación avance y, al tiempo, tememos que todo acabe. ¡Qué corto se nos hace el último encuentro, la lectura de las páginas finales de ese libro que nos ha embobado durante semanas! Es como un frenesí, febril y vertiginoso. Como el encuentro de dos amantes ("Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y por el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados", decía Juan Ramón Jiménez). Vamos, que solo nos falta ponerles piso.

El problema es que nos mienten, nos engañan. Les dedicamos nuestro tiempo y nuestra vista, sufrimos con las bajezas y traiciones de sus personajes y nos sentimos más grandes con sus heroísmos, descendemos al infierno o al fondo del mar por ellos, nos olvidamos de dónde estamos, combatimos contra descomunales ejércitos de ovejas o estudiamos medicina en una oscura facultad de otro tiempo, nos enamoramos de la soñadora esposa infiel o nos inquietamos con la aparición de la mancha negra, buscamos qué somos o nos reímos hasta hacer temblar los barrotes de la cama. Y todo eso sabiendo que son mentira podrida, ficción. Esa es la magia de la lectura. "La literatura es el arte de mentir bien la verdad", decía Juan Carlos Onetti.



Sí, nos dejamos encandilar por historias que son mentira, mentiras muy bien tramadas. Al lector, como explicaba tan bien José-Carlos Mainer en La escritura desatada, un espléndido libro sobre el mundo de las novelas, le gusta caer en el engaño. Hace con el autor una especie de pacto de silencio, se hacen cómplices: tú me cuentas una historia inventada como si fuera verdad y yo suspendo durante un tiempo (el de la lectura) mi recelo, mi descreimiento. Me dejo engañar con todas las consecuencias. Convierto la mentira en verdad auténtica.

Hablamos, a fin de cuentas, de esa sensación tan conocida, de levantarse de la butaca donde hemos leído, o de apagar la luz de la mesilla tras un largo periodo de lectura, y sentir que el mundo que nos rodea -los muebles familiares, la alfombra a nuestros pies, el pasillo que podemos recorrer para ir al baño- o la penumbra del dormitorio son menos reales que los héroes o los ambientes que se han quedado en el libro. Allí, donde un papel cualquiera señala el lugar de nuestra lectura, tenemos la certeza de que ese espacio inexistente entre dos páginas es un lugar tan real como nosotros mismos.

José-Carlos Mainer | La escritura desatada, 2000

Pero acaso la mejor formulación sea este lúcido poema de Ángel González, que contiene el secreto de la lectura:

La verdad de la mentira

Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas,
y una voz cariñosa le susurró al oído:
¿Por qué lloras, si todo,
en ese libro es de mentira?
Y él respondió:
                        - Lo sé;
pero lo que yo siento es de verdad.

Ángel González | Nada grave, 2008

Al final, resultará que Keats tenía razón y la única verdad es la Belleza.




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Fotografías |  Book Lovers Never Go to Bed Alone

sábado, 1 de enero de 2011

Propósito


¡No corras, ve despacio,
que adonde tienes que ir es a ti solo!

¡Ve despacio, no corras,
que el niño de tu yo, reciennacido
eterno,
no te puede seguir!

Juan Ramón Jiménez | Eternidades | 1918