viernes, 26 de noviembre de 2010

Palabras que se encuentran



Estos poemas

Estos poemas los desencadenaste tú,
como se desencadena el viento,
sin saber hacia dónde ni por qué.
Son dones del azar o del destino,
que a veces
la soledad arremolina o barre;
nada más que palabras que se encuentran,
que se atraen y se juntan
irremediablemente,
y hacen un ruido melodioso o triste,
lo mismo que dos cuerpos que se aman.

Ángel González | Otoños y otras luces | 2001

viernes, 12 de noviembre de 2010

Coger más pronto las estrellas


Muchos de los cuentos que tanto nos gustaban de niños sucedían dentro de un pozo. ¿Te acuerdas? El pozo y el desván eran escenarios privilegiados de lo fantástico. Un mundo mineral hecho de humedad, huesos y seres de vida incierta difíciles de catalogar, pero capaces de arrastrarte al fondo con un suspiro. No sé si sería por sus dotes de improvisación o por la mala memoria de mi abuela, pero cada siesta el cuento era el mismo y distinto. Un dedal que se caía, una niña que bajaba a recogerlo, una puerta oculta en el fondo y la entrada a un mundo imaginado de amores, tesoros, traiciones, puñales y palacios. El momento estelar era, por descontado, el descenso al pozo. Ese que tanto temías, pero te atraía sin remedio. ¿Recuerdas el cosquilleo en el estómago cuando te atrevías a retirar las maderas viejas para descubrir si tenía fondo? Al final del relato, mi abuela solía aprovechar para contar historias sobre el pozo que había tenido en el patio de su casa, historias de objetos perdidos y recuperados, de frutas puestas a refrescar en verano o de animadas charlas nocturnas con olor a dompedros. Era un mundo cotidiano que debe de resultar casi fantástico a los niños actuales.




Los pozos me han seguido fascinando como lector. En realidad, también como visitante temeroso, pues, si puedo asomarme a uno, seguro que lo hago y seguro que me invade el mismo cosquilleo de siempre. Las dos fotografías que abren esta entrada las tomé hace unos años en la casa de Lope de Vega, en pleno centro de Madrid. Aunque el pozo está reconstruido, me aseguraron que el primitivo estaba en ese lugar del patio y que parte de su estructura es la original. Fascinante poder mirar dentro. No me resistí, aunque no encontré lo que esperaba.

Los pozos de los libros son quizá menos vertiginosos, pero igual de atractivos. Pozos de los deseos, llenos de monedas oxidadas. Pozos orientales de Bagdad, que custodian un tesoro junto al brocal. Pozos habitados por fantasmas infantiles, maldiciones u oscuros crímenes políticos de la Guerra Civil.




Nos podemos asomar a los pozos de Gustavo Martín Garzo, que en libros como La princesa manca recrea magníficamente el tono de esos cuentos de los que hablábamos y los llena de sugerencias. O a los pozos de Lorca, a quien imaginamos oculto tras el de su casa en Valderrubio para espiar a las hijas de su vecina y sacar ideas para La casa de Bernarda Alba, ese drama de mujeres ambientado en un pueblo de pozos, un sofocante pueblo sin río, en el que no corre el agua. O sentir el vértigo que siente el poeta granadino cuando, estando en Nueva York, le viene a la memoria el recuerdo de una Niña ahogada en un pozo:

Tranquila en mi recuerdo, astro, círculo, meta,
lloras por las orillas de un ojo de caballo.
... que no desemboca.

Pero nadie en lo oscuro podrá darte distancias,
sin afilado límite, porvenir de diamante.
... que no desemboca.

Mientras la gente busca silencios de almohada
tú lates para siempre definida en tu anillo.
... que no desemboca.

Eterna en los finales que aceptan
combate de raíces y soledad prevista.
... que no desemboca.

¡Ya vienen por las rampas! ¡Levántate del agua!
¡Cada punto de luz te dará una cadena!
... que no desemboca.

Pero el pozo te alarga manecitas de musgo,
insospechada ondina de su casta ignorancia.
... que no desemboca.

No, que no desemboca. Agua fija en un punto,
respirando con todos sus violines sin cuerdas
en la escala de las heridas y de los edificios deshabitados.

¡Agua que no desemboca!

Federico García Lorca | Poeta en Nueva York | 1929-1930




O a este relato breve de Luis Mateo Díez que leí hace poco y me encantó:

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.
Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.
Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse.

En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior.
"Éste es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.

Grandes minicuentos fantásticos | 2004




Pero de todos los pozos literarios a los que me he asomado, mi preferido, es este, sobre todo por la confesión final de su autor:

El pozo

¡El pozo!... Platero, ¡qué palabra tan honda, tan verdinegra, tan fresca, tan sonora! Parece que es la palabra la que taladra, girando, la tierra oscura, hasta llegar al agua fría.

Mira; la higuera adorna y desbarata el brocal. Dentro, al alcance de la mano, ha abierto, entre los ladrillos con verdín, una flor azul de olor penetrante. Una golondrina tiene, más abajo, el nido. Luego, tras un pórtico de sombra yerta, hay un palacio de esmeralda, y un lago, que, al arrojarle una piedra a su quietud, se enfada y gruñe. Y el cielo, al fin.

(La noche entra, y la luna se inflama allá en el fondo, adornada de volubles estrellas. ¡Silencio! Por los caminos se ha ido la vida a lo lejos. Por el pozo se escapa el alma a lo hondo. Se ve por él como el otro lado del crepúsculo. Y parece que va a salir de su boca el gigante de la noche, dueño de todos los secretos del mundo. ¡Oh laberinto quieto y mágico, parque umbrío y fragante, magnético salón encantado!)

-Platero, si algún día me echo a este pozo, no será por matarme, créelo, sino por coger más pronto las estrellas.

Platero rebuzna, sediento y anhelante. Del pozo sale, asustada, revuelta y silenciosa, una golondrina.

Juan Ramón Jiménez | Platero y yo | 1917



Si pudiera, me pediría para mi casa un pozo (o una chimenea).


Audio | Capítulo LII de Platero y yo

sábado, 6 de noviembre de 2010

Soledades compartidas


Hay momentos que nos invitan a la soledad del cuarto, a la lectura tranquila, a los placeres reposados de la tinta y el papel, mientras fuera se oyen apagados los sonidos del atardecer otoñal, lleno de dulzura. Rodeado de libros y aplazadas otras ocupaciones, te dejas llevar por ellos y se enlazan unos con otros como movidos por algún arte mágico, al igual que le ocurre a esas canciones que despiertan en tu recuerdo, tras mucho tiempo dormidas, y sientes la irresistible tentación de escuchar y todo es aplazable menos su escucha inmediata. Y una canción te lleva a otra, al igual que unas páginas abren otras o unas palabras encierran el eco lejano de algo leído hace mucho en un lugar muy distante. Las voces y los ecos de los que nos hablaba Antonio Machado.

Eso me ha ocurrido esta tarde de viernes. Me ha venido a la memoria un poema de Luis Cernuda que hace tiempo que no leía: Soliloquio del farero. He cogido el libro y se han despertado los ecos. A modo de monólogo dramático, un farero reflexiona sobre su pasado y sobre cómo el niño solitario que fue se perdió de joven por culpa de menudos amores ni ciertos ni fingidos, por culpa de los viejos placeres prohibidos. Pero ahora, gracias a la soledad, se ha reencontrado:

Cómo llenarte, soledad,
Sino contigo misma.

De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,
Quieto en ángulo oscuro,
Buscaba en ti, encendida guirnalda,
Mis auroras futuras y furtivos nocturnos,
Y en ti los vislumbraba,
Naturales y exactos, también libres y fieles,
A semejanza mía,
A semejanza tuya, eterna soledad. [...]

Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona
Que yo fui,
Que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones;
Por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos,
Limpios de otro deseo,
El sol, mi dios, la noche rumorosa,
La lluvia, intimidad de siempre,
El bosque y su alentar pagano,
El mar, el mar como su nombre hermoso;
Y sobre todos ellos,
Cuerpo oscuro y esbelto,
Te encuentro a ti, tú, soledad tan mía,
Y tú me das fuerza y debilidad
Como el ave cansada los brazos de la piedra.

El poeta como el farero. La escritura como acto de soledad compartida en muchos niveles: con el lector, con los personajes, con la tradición. Recuerdo haber leído hace mucho un artículo de José Ángel Valente en el que hablaba del espesor de la escritura poética, de cómo en la voz única de cada poeta resonaban las voces de toda la tradición anterior. Y también me he acordado de lo que el propio Valente escribió a propósito de San Juan de la Cruz en La piedra y el centro (1983):

Soledad o libertad esencial de la obra, cuya definición mejor acaso fuese predicar de ella las cinco condiciones del pájaro solitario, según las declaró Juan de la Cruz, que deberían los niños aprender de memoria -cantando- en las escuelas: "La primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente".

De otra soledad compartida, la del amor, nos habla el propio San Juan de la Cruz en uno de los poemas más intensos que conozco: el Cántico espiritual:

En soledad vivía,
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido.

San Juan de la Cruz | Cántico espiritual | Hacia 1578




Y alas como las del pájaro solitario busca Alejandra Pizarnik, que ha sabido como nadie herirnos con palabras que siempre están al borde de un abismo y nos descubren verdades que, una vez dichas, parecen verdades naturales:

Yo no sé de pájaros,
no conozco la historia del fuego.
Pero creo que mi soledad debería tener alas.

Alejandra Pizarnik | Las aventuras perdidas | 1958


La soledad del amor, la soledad del poeta, la soledad del lector. No hay nada más solitario que la lectura, que llega incluso a aislarte por momentos del mundo real (sentado como estás en tu sillón favorito), pero qué fácilmente se comparte y se contagia si nos dejamos llevar un poco. Estos días he leído un precioso articulo de Muñoz Molina, titulado Para todos los gustos, en que nos invita a leer sin prejuicios y sin miedo, a disfrutar con nuestro propio criterio. Me gustan los libros que te dan ganas de leer otros libros. Me ha pasado con este texto de Muñoz Molina y me pasó con La escritura desatada (2000), un incitante ensayo de José-Carlos Mainer sobre el mundo de las novelas, un libro lleno de puertas que se abren a otras lecturas, lleno de vitaminas que fortalecen tu ánimo lector. Te hace sentir como el lector adolescente que aún cree que puede leer todos los libros del mundo. Escrituras solitarias, lecturas compartidas. Vidas compartidas.



Pero tenemos que elegir. La vida nos impone, en sus límites, caminos que se separan, como en El jardín de los senderos que se bifurcan, el relato de Borges. Así lo ha visto el poeta argentino Roberto Juarroz:

Decir una palabra excluye a todas las otras,
abrir un libro cierra todos los demás,
pensar una sola cosa desequilibra el mundo,
amar a alguien es el mayor olvido.

El ejercicio puntual de una sola vida
no podrá tener sentido nunca.

Queda sólo encontrar el plural.

Roberto Juarroz | Octava poesía vertical | 1984




Y volvemos al farero solitario de Luis Cernuda, quien, gracias a su soledad, descubre a las muchedumbres, trabaja para ellas y, desde su puesto de vigia frente al mar, se siente unido al resto de los hombres:

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
Oigo sus oscuras imprecaciones,
Contemplo su blancas caricias;
Y erguido desde cuna vigilante
Soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres,
Por quienes vivo, aun cuando no los vea;
Y asi, lejos de ellos,
Ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,
Roncas y violentas como el mar, mi morada,
Puras ante la espera de una revolución ardiente
O rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo
Cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.

Tú, verdad solitaria,
Transparente pasión, mi soledad de siempre,
Eres inmenso abrazo;
El sol, el mar,
La oscuridad, la estepa,
El hombre y su deseo,
La airada muchedumbre,
¿Qué son sino tú misma?

Por ti, mi soledad, los busqué un día;
En ti, mi soledad, los amo ahora.

Luis Cernuda | Invocaciones | 1935

Quizá, al fin, solo seamos eso: soledades compartidas. Soledades que buscan alas. Vidas que tienen que encontrar el plural. Por eso he querido compartir hoy contigo estas reflexiones solitarias.



Fotografías | mags | Annette Pehrsson | book lovers never go to bed alone
Ilustración | Adrian Tomine