William Davis | Hale, Lancashire
Escribo esta entrada movido por dos sentimientos contrarios. Por una parte, el placer de pasear estos días por mi ciudad y comprobar que los árboles están más hermosos que nunca. Por otra, la indignación al leer un artículo aparecido en un diario nacional con motivo de la muerte de José Antonio Labordeta. Allí, alguien cuyo nombre no voy a recordar ahora (para mí era un desconocido y así seguirá) dice, entre otras cosas, lo siguiente:
Todo este gusto por lo rural y por el contacto con la naturaleza no lleva a nada bueno. Reblandece los espíritus y nos vuelve coñazos y cursis. Además de profundamente insinceros. Hay demasiados bosques, demasiados caminos, demasiadas rutas. En la mayor parte del territorio español falta asfalto, casinos, cines, bares que cierren tarde con pianistas imposibles. Faltan coctelerías, grandes restaurantes, carreteras como Dios manda, túneles para no tener que dar tantas vueltas. Todos esos inquietantes paisajes por los que Labordeta caminaba remiten al atraso, a lo ancestral, al tercermundismo de donde venimos. Hay que llevar la civilización a todos los rincones de la geografía de los países avanzados. Es barata y de cobardes la retórica de los pajarillos que cantan por la mañana. Hay que ponerse a trabajar, abolir el campo y crear más y más ciudades. Como una higiene. Como el gran pacto de usar desodorante.
Estupefacto por sus palabras, intento buscar algún atisbo de ironía que me permita leer lo que no leo, alguna clave oculta que me descubra que no lo estoy entendiendo bien, pero no la encuentro. Y no soy el único, si nos fijamos en el revuelo de comentarios que ha levantado. Se ve que somos muchos los cursis que tenemos el espíritu reblandecido. Pienso que su autor, además de buscar la polémica para hacerse un nombre, cree lo que dice (al menos una parte). Y eso me parece terrible, pues es un reflejo de lo que ha sido para los españoles el sentimiento de la naturaleza. No enlazo el texto original completo, porque me niego a promocionar desde aquí a semejante tipo, que parece que acaba de leer el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento y ha trasladado su ideario a la España del siglo XXI.
Tunnel and Gates | Fotografía de Kerik Kouklis
Pues bien, a algunos, cursis, insinceros y reblandecidos, nos gusta la naturaleza. Nos gusta mucho pasear junto a los ríos, meter las manos en sus aguas frías, pisar la tierra de las veredas, fotografiar la flora de los caminos, tocar los troncos de los árboles, recordar las caminatas que hemos hecho e ilusionarnos con las que haremos. Y no pensamos que la oposición entre ciudad y campo se pueda establecer en términos de civilización o barbarie. Nos gustan los cines y los pueblos perdidos, las librerías y los guijarros. No hay demasiados bosques, ni demasiados caminos, ni demasiadas rutas. Hay que reivindicar otra manera de ver el campo, no abolirlo. Falta cultura de la naturaleza y sobra cultura del botellón. Ahí están los libros de Miguel Delibes, nada sospechoso de maniqueísmo.
William Davis | A Field of Green Corn
Leandro Fernández de Moratín (un autor al que debo una entrada desde que leí Apuntaciones sueltas de Inglaterra), y de quien dijo Galdós que "su vida era tan interesante como sus obras", fue un tipo refinado, culto y esencialmente urbano. En el libro citado, como buen ilustrado que es, se fija en las ciudades, en la arquitectura de sus construcciones, en la modernidad de sus espacios, pero nunca le faltan palabras para describir la flora de los caminos, los árboles. Durante uno de sus viajes por Europa, en los últimos años del siglo XVIII, visita la fuente de la Valclusa, un paisaje animado por la presencia literaria de Petrarca y su amada Laura, y nos deja el siguiente texto:
He ido a ver la fuente de la Valclusa, que ha hecho tan famosa en el mundo el amante de Laura. Un valle delicioso, rodeado en semicírculo por una cadena de montes; un risco muy alto, desnudo, hórrido, con una caverna en la parte inferior, de donde nace el Sorga, torrente de aguas que se precipita entre peñascos enormes, que las lluvias y los vientos han desprendido de aquellas cumbres. Ya navegable a corta distancia de su nacimiento, tuerce su curso por unas pequeñas vegas, en donde la verdura eterna que las cubre, la fragancia y frescura de plantas y flores, el canto de las aves, el viento que espira suavemente entre las hojas de los árboles, la tremenda soledad del bosque, y el rumor incesante de las aguas, que asorda el valle y retumba en la concavidad del monte, todo inspira una melancolía deliciosa, que se siente y no se puede explicar.
El paisaje despierta sentimientos: de tremenda soledad, de melancolía deliciosa, de belleza. La naturaleza nos habla de nosotros, leemos en ella nuestros sentimientos. Se convierte en paisaje interior que podemos compartir. Somos el paisaje, decían los del 98.
Caspar David Friedrich | Der Watzmann | 1825
Muchos años antes, en el siglo XVI, un fraile agustino escribe con resonancias de Horacio y Garcilaso:
Del monte en la ladera
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera
de bella flor cubierto
ya muestra en esperanza el fruto cierto.
Y como codiciosa
de ver y acrecentar su hermosura,
desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura.
Y luego, sosegada,
el paso entre los árboles torciendo,
el suelo de pasada
de verdura vistiendo,
y con diversas flores va esparciendo.
El aire el huerto orea,
y ofrece mil olores al sentido,
los árboles menea
con un manso ruido,
que del oro y del cetro pone olvido.
Quien nos transmite con tanta sencillez y sensualidad la paz que siente en el campo no es otro que Fray Luis de León. En esta famosa Oda a la vida retirada, nos describe La Flecha, una finca real que tenían los agustinos en las afueras de Salamanca. Muchas veces lavaría el poeta sus manos en esa fontana y se olvidaría por un instante de sus problemas mientras disfrutaba con esos mil olores del huerto o con el manso ruido de sus árboles.
William Mulready | Blackheath Park
Antonio Muñoz Molina, escritor al que tanto admiro por sus novelas y sus artículos, escribe en "Luto por los árboles" (recopilado en el libro La huerta del Edén, 1996):
Crecido en el secano, en una tierra donde los olivos, en vez de agruparse en bosques, dibujan más bien una cuadrícula de horizontalidad y aridez, yo siento una devoción a la vez práctica y sentimental hacia los árboles, y por algunos de ellos tengo una nostalgia tan tocada de melancolía como la que mantiene vivo el recuerdo de las personas queridas que perdí. Añoro un álamo viejo que había en la huerta de mi padre, y que fue partido por un rayo hace veinticinco años. Echo de menos los álamos que daban sombra a la plaza de mi infancia, cortados sin piedad para dar paso a los coches, y los olmos que se alineaban en la perspectiva de la última calle de Úbeda y confundían sus copas con los de la carretera de Baeza, olmos ya tan fantasmas en ese paisaje como el fantasma caminador y solitario de Antonio Machado. Hay como una saña española y pueblerina contra el árbol, una vocación ciega por el hacha y la sierra mecánica: en muchas calles de mi ciudad había antes grandes moreras a las que se subían los niños más ágiles y más audaces en busca del alimento sabroso de sus hojas para los gusanos de seda. No queda nada de aquellas moreras, ni de los álamos de las plazas ni de los paseos.
Queman los árboles, los talan, los sacrifican por nada, para ensanchar una carretera, para dejar bien despejada la anchura de un aparcamiento. En un país arboricida, asolado por el instinto del desierto, por el alquitrán y la antipatía pedante de las plazas duras, el bosque de La Alhambra, como el Retiro o el Jardín Botánico, ofrecen una forma atenuada de asilo político, de refugio, contra la solanera violenta del dogmatismo nacional. Uno quiere vivir a la sombra ancha y hospitalaria de los árboles igual que a la de las figuras humanas que más admira.
Pío Baroja pasea por El Retiro | 1950
Jardín Botánico | Madrid
Suscribo completamente sus palabras y creo que son el mejor antídoto para las que abrieron esta entrada. Todos tenemos árboles que forman parte de nuestra educación emocional. Basta con pararse un poco y recordarlos. Los que vemos (casi sin verlos) todos los días camino del trabajo, aquellas moreras de la vieja fábrica, los de la casa de mi infancia, los de Tolkien, Machado y Juan Ramón, los de las riberas del Guadalquivir, los que elegían nuestros padres en las excursiones de los domingos para echar su siesta, los tejos de Quesada, los árboles de la colina Palatina y del Gianicolo en Roma, los ficus centenarios de Cádiz, los pinos de Cazorla y El Puerto. Los olivos.
Ficus centenario | Cádiz
Colina del Palatino | Roma
Pero si hay un pueblo que ha sabido captar la esencia de la naturaleza, llena de matices, es el japonés. Cuando pienso en Japón, casi nunca se me vienen a la cabeza Tokyo y sus multitudes que cruzan como almas en pena los pasos de cebra, sino ese mundo de bosques, neblinas, tradiciones, senderos y espiritualidad que conforman una manera de ver el mundo que me resulta muy atractiva.
Pilgrim on a Forest Road | Fotografía de Okinawa Soba
Este delicado haiku de Masaoka Shiki parece invitarnos al paseo:
Las suelas perfumadas
Por la hierba del camino
Ah, qué bien huelen.
Fotografía de Annette Pehrsson