jueves, 30 de diciembre de 2010

Traducciones


Ayer sustituí mi vieja edición de Anna Karénina (Juventud, 1977) por la nueva traducción de Víctor Gallego (Alba, 2010). La vi tan tentadora en el estante de la librería, ocupando tanto espacio ella solita, que no me pude resistir a sus encantos y sucumbí. Debe de ser cosa de los años que uno va cumpliendo, pero cada vez me gustan más los volúmenes de tipografía generosa, buen papel y cuidada encuadernación. Los libros de bolsillo están muy bien para los viajes o la playa, pero una buena edición sigue siendo una buena edición. Y de eso Alba sabe mucho, que por algo le han dado el Premio Nacional a la mejor labor editorial de 2010.

Pues bien, cuando llegué a casa satisfecho con mi compra, me dispuse a comparar la primera página de ambas ediciones. Mi sorpresa fue mayúscula. La novela que yo había tenido hasta ese momento por Anna Karénina parecía otra. El propio título y la transcripción del nombre del autor en portada son bastantes significativos. Ya sé que era otra época (y otro público) y que la traducción de la Editorial Juventud (firmada por José Fernández) se hizo probablemente sobre un texto francés y no sobre el original ruso, pero las palabras que me llegan de ambas son dos mundos muy distintos. Y mira que no tengo nada en contra de Editorial Juventud, que me ha proporcionado uno de los mayores placeres de mi vida como lector con la publicación de Las aventuras de Tintín.

Dejo aquí como ejemplo el comienzo de la novela, uno de los más deliciosos que conozco. Lo pongo en las dos versiones, con sus respectivas portadas.

Alba

Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo.

Todo estaba patas arriba en casa de los Oblonski. Enterada de que su marido tenía una relación con la antigua institutriz francesa de sus hijos, le había anunciado que no podía seguir viviendo con él bajo el mismo techo. Esa situación, que se prolongaba ya por tres días, era dolorosa no sólo para el matrimonio, sino también para los demás miembros de la familia y la servidumbre. Tanto unos como otros se daban cuenta de que no tenía sentido que siguieran viviendo juntos, que los huéspedes ocasionales de cualquier pensión tenían más cosas en común que cuantos habitaban esa casa.

Editorial Juventud

Todas las familias dichosas se parecen entre sí, del mismo modo que todas las desgraciadas tienen rasgos peculiares comunes.

En casa de los Oblonski reina un completo trastorno. Al enterarse la esposa de que el marido sostenía relaciones amorosas con una francesa que había sido institutriz de sus hijos, le había manifestado que no podía seguir viviendo con él bajo el mismo techo. Hacía ya tres días que se había originado esta situación, la cual gravitaba cruel y despiadadamente no sólo sobre el matrimonio, sino también sobre los demás miembros de la familia e incluso sobre la servidumbre. Deudos y criados se daban clara cuenta de que su vida en común ya no tenía justificación y se decían que las personas que se encuentran por casualidad en un hotel estaban más unidas que ellos.

Sin ser este un caso extremo, me ha llevado a pensar en cuántos libros habremos leído en traducciones mediocres (Dickens, Verne, Austen, Shakespeare, Balzac) que, en realidad, son otros. Recuerdo las traducciones imposibles de Baudelaire y Rimbaud que nos regaló la editorial Libros Río Nuevo. Menos mal que eran bilingües y, a poco que supieras algo, te podía valer el texto en español como simple referencia para recrearte en el original. No me obsesiona ni mucho menos la cuestión, pues si la obra es buena siempre llega al lector. Pero a estas alturas me gusta que los libros estén cuidados. Y eso empieza por el texto. Traducir es muy difícil. Debes mezclar conceptos tan difusos como fidelidad, precisión, estilo o naturalidad. Una buena traducción tiene mucho mérito y me parece que es un trabajo poco reconocido.

Durante mucho tiempo pensé que la traducción que Pedro Salinas hizo de los primeros volúmenes de En busca del tiempo perdido, publicada por Alianza Editorial, era poco menos que canónica. Ahora que han aparecido tres traducciones completas más y que leo tantos comentario negativos sobre la de Salinas, me planteo una posible relectura ordenada (lleva rondándome en la cabeza unos meses) y me pregunto qué edición voy a leer. ¿Ocurrirá igual con el Ulises de mis veintitantos años y su entonces considerada magnífica traducción de José María Valverde? Supongo que cada época tiene sus lectores y sus traductores. Y yo, desde luego, no soy el mismo lector de aquella época.



Hace unos días vi una película que me encantó: Copia certificada (Abbas Kiorastami, 2010). Tuve la suerte de poderla ver en versión original subtitulada. En los diálogos se mezclaban inglés, italiano y francés, dependiendo de la situación o del estado de ánimo del personaje. Pensé en cuántos matices se perderían en la versión doblada.

Qué lástima no saber más inglés. O italiano. O ruso. O japonés.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Detrás de los espejos


¿Y quién te ha dicho que necesito entrar? Yo estoy siempre dentro, mirándoos crecer día por día desde detrás de los espejos.

Alejandro Casona | La dama del alba, 1944

domingo, 26 de diciembre de 2010

Fotogramas de cinexin


El tiempo tras la comida se remansa. Nadie se levanta de la mesa hasta que no acaba el último. Los mayores hablan, pero tu pensamiento está ya en el montón de piezas de Tente que prometen toda una tarde de diversión. Te gusta seguir las instrucciones de montaje, ver cómo las piezas encajan con exactitud matemática. Huele a anís y, si todos callaran de pronto, cosa que no van a hacer, se oiría el crujir de celofán de los mantecados. Aburrido, te colocas un envoltorio amarillo delante de los ojos. Ahora son de limón, ahora de chocolate. Piden tu opinión sobre algo y asientes. El contacto cálido de las manos de tu padre. Hoy ha vuelto antes del trabajo y quizá juguéis todos esta noche con el cajetón de Juegos Reunidos. Los Reyes Magos se han portado bien. Ahora, mientras repasas viejos recuerdos de otras navidades, te das cuenta de que su mejor regalo fue recargar para siempre tu memoria, crear un espacio desde el que es posible reinventar el pasado. Mitologías infantiles de la Navidad, sin escuela, sin tiempo, difusas, sin fotografías que delimiten sus contornos. Botas mojadas de escarcha. Olor a brasero y a mesa camilla familiar. La zapatilla justiciera de tu madre (seguida siempre de su risa). Orejas heladas. Tu hermano que duerme en la cuna hecho un bendito. La Tortuga D'Artagnan y el león Kimba. Tebeos y más tebeos. Recuerdos que ahora vuelven como fotogramas quebradizos de un cinexin que nadie ha vuelto a proyectar.


viernes, 24 de diciembre de 2010

De Ulises, sirenas y cantos solitarios

 Herbert James Draper | Ulysses and The Sirens | 1909


Leo a Augusto Monterroso:

La Sirena inconforme

Usó todas sus voces, todos sus registros; en cierta forma se extralimitó; quedó afónica quién sabe por cuánto tiempo.

Las otras pronto se dieron cuenta de que era poco lo que podían hacer, de que el aburridor y astuto Ulises había empleado una vez más su ingenio, y con cierto alivio se resignaron a dejarlo pasar.

Ésta no; ésta luchó hasta el fin, incluso después de que aquel hombre tan amado y deseado desapareció definitivamente.

Pero el tiempo es terco y pasa y todo vuelve.

Al regreso del héroe, cuando sus compañeras, aleccionadas por la experiencia, ni siquiera tratan de repetir sus vanas insinuaciones, sumisa, con la voz apagada, y persuadida de la inutilidad de su intento, sigue cantando.

Por su parte, más seguro de sí mismo, como quien había viajado tanto, esta vez Ulises se detuvo, desembarcó, le estrechó la mano, escuchó el canto solitario durante un tiempo según él más o menos discreto, y cuando lo consideró oportuno la poseyó ingeniosamente; poco después, de acuerdo con su costumbre, huyó.

De esta unión nació el fabuloso Hygrós, o sea “el Húmedo” en nuestro seco español, posteriormente proclamado patrón de las vírgenes solitarias, las pálidas prostitutas que las compañías navieras contratan para entretener a los pasajeros tímidos que en las noches deambulan por las cubiertas de sus vastos trasatlánticos, los pobres, los ricos, y otras causas perdidas.

Augusto Monterroso | La oveja negra y demás fábulas | 1969


Arthur Rackham | The Rhine Maidens | 1910


Y me pregunto cuántas sirenas llenaron las noches con sus desatados cantos melancólicos y, al fin, regresaron solitarias a sus cuevas. Y cuántos Ulises, ensordecidos por el oleaje, las buscaron y apenas pudieron oír leves quejidos, esmaltados de espumas, que se alejaban sin remedio de su barco. Y, de pura desesperación, se amarraron desolados al palo del navío.


 Edvard Munch | Lady from The Sea | 1896

Audio | 7mares
Otras sirenas | La cueva de la sirena

viernes, 26 de noviembre de 2010

Palabras que se encuentran



Estos poemas

Estos poemas los desencadenaste tú,
como se desencadena el viento,
sin saber hacia dónde ni por qué.
Son dones del azar o del destino,
que a veces
la soledad arremolina o barre;
nada más que palabras que se encuentran,
que se atraen y se juntan
irremediablemente,
y hacen un ruido melodioso o triste,
lo mismo que dos cuerpos que se aman.

Ángel González | Otoños y otras luces | 2001

viernes, 12 de noviembre de 2010

Coger más pronto las estrellas


Muchos de los cuentos que tanto nos gustaban de niños sucedían dentro de un pozo. ¿Te acuerdas? El pozo y el desván eran escenarios privilegiados de lo fantástico. Un mundo mineral hecho de humedad, huesos y seres de vida incierta difíciles de catalogar, pero capaces de arrastrarte al fondo con un suspiro. No sé si sería por sus dotes de improvisación o por la mala memoria de mi abuela, pero cada siesta el cuento era el mismo y distinto. Un dedal que se caía, una niña que bajaba a recogerlo, una puerta oculta en el fondo y la entrada a un mundo imaginado de amores, tesoros, traiciones, puñales y palacios. El momento estelar era, por descontado, el descenso al pozo. Ese que tanto temías, pero te atraía sin remedio. ¿Recuerdas el cosquilleo en el estómago cuando te atrevías a retirar las maderas viejas para descubrir si tenía fondo? Al final del relato, mi abuela solía aprovechar para contar historias sobre el pozo que había tenido en el patio de su casa, historias de objetos perdidos y recuperados, de frutas puestas a refrescar en verano o de animadas charlas nocturnas con olor a dompedros. Era un mundo cotidiano que debe de resultar casi fantástico a los niños actuales.




Los pozos me han seguido fascinando como lector. En realidad, también como visitante temeroso, pues, si puedo asomarme a uno, seguro que lo hago y seguro que me invade el mismo cosquilleo de siempre. Las dos fotografías que abren esta entrada las tomé hace unos años en la casa de Lope de Vega, en pleno centro de Madrid. Aunque el pozo está reconstruido, me aseguraron que el primitivo estaba en ese lugar del patio y que parte de su estructura es la original. Fascinante poder mirar dentro. No me resistí, aunque no encontré lo que esperaba.

Los pozos de los libros son quizá menos vertiginosos, pero igual de atractivos. Pozos de los deseos, llenos de monedas oxidadas. Pozos orientales de Bagdad, que custodian un tesoro junto al brocal. Pozos habitados por fantasmas infantiles, maldiciones u oscuros crímenes políticos de la Guerra Civil.




Nos podemos asomar a los pozos de Gustavo Martín Garzo, que en libros como La princesa manca recrea magníficamente el tono de esos cuentos de los que hablábamos y los llena de sugerencias. O a los pozos de Lorca, a quien imaginamos oculto tras el de su casa en Valderrubio para espiar a las hijas de su vecina y sacar ideas para La casa de Bernarda Alba, ese drama de mujeres ambientado en un pueblo de pozos, un sofocante pueblo sin río, en el que no corre el agua. O sentir el vértigo que siente el poeta granadino cuando, estando en Nueva York, le viene a la memoria el recuerdo de una Niña ahogada en un pozo:

Tranquila en mi recuerdo, astro, círculo, meta,
lloras por las orillas de un ojo de caballo.
... que no desemboca.

Pero nadie en lo oscuro podrá darte distancias,
sin afilado límite, porvenir de diamante.
... que no desemboca.

Mientras la gente busca silencios de almohada
tú lates para siempre definida en tu anillo.
... que no desemboca.

Eterna en los finales que aceptan
combate de raíces y soledad prevista.
... que no desemboca.

¡Ya vienen por las rampas! ¡Levántate del agua!
¡Cada punto de luz te dará una cadena!
... que no desemboca.

Pero el pozo te alarga manecitas de musgo,
insospechada ondina de su casta ignorancia.
... que no desemboca.

No, que no desemboca. Agua fija en un punto,
respirando con todos sus violines sin cuerdas
en la escala de las heridas y de los edificios deshabitados.

¡Agua que no desemboca!

Federico García Lorca | Poeta en Nueva York | 1929-1930




O a este relato breve de Luis Mateo Díez que leí hace poco y me encantó:

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.
Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.
Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse.

En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior.
"Éste es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.

Grandes minicuentos fantásticos | 2004




Pero de todos los pozos literarios a los que me he asomado, mi preferido, es este, sobre todo por la confesión final de su autor:

El pozo

¡El pozo!... Platero, ¡qué palabra tan honda, tan verdinegra, tan fresca, tan sonora! Parece que es la palabra la que taladra, girando, la tierra oscura, hasta llegar al agua fría.

Mira; la higuera adorna y desbarata el brocal. Dentro, al alcance de la mano, ha abierto, entre los ladrillos con verdín, una flor azul de olor penetrante. Una golondrina tiene, más abajo, el nido. Luego, tras un pórtico de sombra yerta, hay un palacio de esmeralda, y un lago, que, al arrojarle una piedra a su quietud, se enfada y gruñe. Y el cielo, al fin.

(La noche entra, y la luna se inflama allá en el fondo, adornada de volubles estrellas. ¡Silencio! Por los caminos se ha ido la vida a lo lejos. Por el pozo se escapa el alma a lo hondo. Se ve por él como el otro lado del crepúsculo. Y parece que va a salir de su boca el gigante de la noche, dueño de todos los secretos del mundo. ¡Oh laberinto quieto y mágico, parque umbrío y fragante, magnético salón encantado!)

-Platero, si algún día me echo a este pozo, no será por matarme, créelo, sino por coger más pronto las estrellas.

Platero rebuzna, sediento y anhelante. Del pozo sale, asustada, revuelta y silenciosa, una golondrina.

Juan Ramón Jiménez | Platero y yo | 1917



Si pudiera, me pediría para mi casa un pozo (o una chimenea).


Audio | Capítulo LII de Platero y yo

sábado, 6 de noviembre de 2010

Soledades compartidas


Hay momentos que nos invitan a la soledad del cuarto, a la lectura tranquila, a los placeres reposados de la tinta y el papel, mientras fuera se oyen apagados los sonidos del atardecer otoñal, lleno de dulzura. Rodeado de libros y aplazadas otras ocupaciones, te dejas llevar por ellos y se enlazan unos con otros como movidos por algún arte mágico, al igual que le ocurre a esas canciones que despiertan en tu recuerdo, tras mucho tiempo dormidas, y sientes la irresistible tentación de escuchar y todo es aplazable menos su escucha inmediata. Y una canción te lleva a otra, al igual que unas páginas abren otras o unas palabras encierran el eco lejano de algo leído hace mucho en un lugar muy distante. Las voces y los ecos de los que nos hablaba Antonio Machado.

Eso me ha ocurrido esta tarde de viernes. Me ha venido a la memoria un poema de Luis Cernuda que hace tiempo que no leía: Soliloquio del farero. He cogido el libro y se han despertado los ecos. A modo de monólogo dramático, un farero reflexiona sobre su pasado y sobre cómo el niño solitario que fue se perdió de joven por culpa de menudos amores ni ciertos ni fingidos, por culpa de los viejos placeres prohibidos. Pero ahora, gracias a la soledad, se ha reencontrado:

Cómo llenarte, soledad,
Sino contigo misma.

De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,
Quieto en ángulo oscuro,
Buscaba en ti, encendida guirnalda,
Mis auroras futuras y furtivos nocturnos,
Y en ti los vislumbraba,
Naturales y exactos, también libres y fieles,
A semejanza mía,
A semejanza tuya, eterna soledad. [...]

Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona
Que yo fui,
Que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones;
Por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos,
Limpios de otro deseo,
El sol, mi dios, la noche rumorosa,
La lluvia, intimidad de siempre,
El bosque y su alentar pagano,
El mar, el mar como su nombre hermoso;
Y sobre todos ellos,
Cuerpo oscuro y esbelto,
Te encuentro a ti, tú, soledad tan mía,
Y tú me das fuerza y debilidad
Como el ave cansada los brazos de la piedra.

El poeta como el farero. La escritura como acto de soledad compartida en muchos niveles: con el lector, con los personajes, con la tradición. Recuerdo haber leído hace mucho un artículo de José Ángel Valente en el que hablaba del espesor de la escritura poética, de cómo en la voz única de cada poeta resonaban las voces de toda la tradición anterior. Y también me he acordado de lo que el propio Valente escribió a propósito de San Juan de la Cruz en La piedra y el centro (1983):

Soledad o libertad esencial de la obra, cuya definición mejor acaso fuese predicar de ella las cinco condiciones del pájaro solitario, según las declaró Juan de la Cruz, que deberían los niños aprender de memoria -cantando- en las escuelas: "La primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente".

De otra soledad compartida, la del amor, nos habla el propio San Juan de la Cruz en uno de los poemas más intensos que conozco: el Cántico espiritual:

En soledad vivía,
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido.

San Juan de la Cruz | Cántico espiritual | Hacia 1578




Y alas como las del pájaro solitario busca Alejandra Pizarnik, que ha sabido como nadie herirnos con palabras que siempre están al borde de un abismo y nos descubren verdades que, una vez dichas, parecen verdades naturales:

Yo no sé de pájaros,
no conozco la historia del fuego.
Pero creo que mi soledad debería tener alas.

Alejandra Pizarnik | Las aventuras perdidas | 1958


La soledad del amor, la soledad del poeta, la soledad del lector. No hay nada más solitario que la lectura, que llega incluso a aislarte por momentos del mundo real (sentado como estás en tu sillón favorito), pero qué fácilmente se comparte y se contagia si nos dejamos llevar un poco. Estos días he leído un precioso articulo de Muñoz Molina, titulado Para todos los gustos, en que nos invita a leer sin prejuicios y sin miedo, a disfrutar con nuestro propio criterio. Me gustan los libros que te dan ganas de leer otros libros. Me ha pasado con este texto de Muñoz Molina y me pasó con La escritura desatada (2000), un incitante ensayo de José-Carlos Mainer sobre el mundo de las novelas, un libro lleno de puertas que se abren a otras lecturas, lleno de vitaminas que fortalecen tu ánimo lector. Te hace sentir como el lector adolescente que aún cree que puede leer todos los libros del mundo. Escrituras solitarias, lecturas compartidas. Vidas compartidas.



Pero tenemos que elegir. La vida nos impone, en sus límites, caminos que se separan, como en El jardín de los senderos que se bifurcan, el relato de Borges. Así lo ha visto el poeta argentino Roberto Juarroz:

Decir una palabra excluye a todas las otras,
abrir un libro cierra todos los demás,
pensar una sola cosa desequilibra el mundo,
amar a alguien es el mayor olvido.

El ejercicio puntual de una sola vida
no podrá tener sentido nunca.

Queda sólo encontrar el plural.

Roberto Juarroz | Octava poesía vertical | 1984




Y volvemos al farero solitario de Luis Cernuda, quien, gracias a su soledad, descubre a las muchedumbres, trabaja para ellas y, desde su puesto de vigia frente al mar, se siente unido al resto de los hombres:

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
Oigo sus oscuras imprecaciones,
Contemplo su blancas caricias;
Y erguido desde cuna vigilante
Soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres,
Por quienes vivo, aun cuando no los vea;
Y asi, lejos de ellos,
Ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,
Roncas y violentas como el mar, mi morada,
Puras ante la espera de una revolución ardiente
O rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo
Cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.

Tú, verdad solitaria,
Transparente pasión, mi soledad de siempre,
Eres inmenso abrazo;
El sol, el mar,
La oscuridad, la estepa,
El hombre y su deseo,
La airada muchedumbre,
¿Qué son sino tú misma?

Por ti, mi soledad, los busqué un día;
En ti, mi soledad, los amo ahora.

Luis Cernuda | Invocaciones | 1935

Quizá, al fin, solo seamos eso: soledades compartidas. Soledades que buscan alas. Vidas que tienen que encontrar el plural. Por eso he querido compartir hoy contigo estas reflexiones solitarias.



Fotografías | mags | Annette Pehrsson | book lovers never go to bed alone
Ilustración | Adrian Tomine

sábado, 16 de octubre de 2010

Soñé capitanes y ataúdes


Oh ser un capitán de quince años
viejo lobo marino las velas desplegadas
las sirenas de los puertos y el hollín y el silencio en las barcazas
las pipas humeantes de los armadores pintados al óleo
las huelgas de los cargadores las grúas paradas ante el
               cielo de zinc
los tiroteos nocturnos en la dársena fogonazos un cuerpo
               en las aguas con sordo estampido
el humo en los cafetines
Dick Tracy los cristales empañados la música zíngara
los relatos de pulpos serpientes y ballenas
de oro enterrado y de filibusteros
Un mascarón de proa el viejo dios Neptuno
Una dama en las Antillas ríe y agita el abanico de nácar
                bajo los cocoteros

Pere Gimferrer | Extraña fruta y otros poemas | 1969


  

Briznas, muñecos sin cabeza, yo me llamo, yo me llamo toda la noche. Y en mi sueño un carromato de circo lleno de corsarios muertos en sus ataúdes. Un momento antes, con bellísimos atavíos y parches negros en el ojo, los capitanes saltaban de un bergantín a otro como olas, hermosos como soles.

De manera que soñé capitanes y ataúdes de colores deliciosos y ahora tengo miedo a causa de todas las cosas que guardo, no un cofre de piratas, no un tesoro bien enterrado, sino cuantas cosas en movimiento, cuantas pequeñas figuras azules y doradas gesticulan y danzan (pero decir no dicen), y luego está el espacio negro -déjate caer, déjate caer- umbral de la más alta inocencia o tal vez tan sólo de la locura.

Alejandra Pizarnik | Extracción de la piedra de la locura | 1968

 


Las cuatro primeras ilustraciones son de Hugo Pratt, el creador de Corto Maltés. A su primer álbum, La balada del mar salado (1967), aparecido en los mismos años que los textos de Gimferrer y Pizarnik, pertenecen las tres en blanco y negro. Las dos últimas, mucho más recientes, pertenecen al álbum Rey Rosa (2009), de David B., que adapta un relato de Pierre Mac Orlan.

sábado, 9 de octubre de 2010

Hasta que llegaste tú

 Granada

Cada ciudad tiene su música, como tiene su luz o su aroma. Hay ciudades que huelen a tiempo antiguo, a humedad mantenida con los años, a secretos olvidados. Otras huelen a leña y a interior cálido, a historia de amor aún sin terminar. No conozco ciudad más luminosa que Almería, ni con un nublado más sugerente que Santiago. Las tardes de Salamanca dan un inmejorable tono dorado a las fotos. En las plazas de Cádiz se conserva la luz primera que vino del mar. La de Madrid es fría; la de Lisboa, muy cálida.

Con la música ocurre igual. No sé si te has parado a pensarlo, pero cada ciudad tiene sus sonidos, su música que nos permite recordarla en la distancia. Es una música azarosa, nacida de un instante, de una feliz casualidad que queda grabada en nuestra memoria y en la de nadie más: una canción oída en un café, en el momento del amor, de la amistad o de la lectura. Oída paseando por sus calles o nacida del interior de alguna casa, cuyo inquilino ha compartido contigo, sin saberlo, un momento único. Es verdad que hay ciudades silenciosas, que quizá aún no te han ofrecido su canción, pero son tantos los viajeros que tendrás que esperar un poco más. A mí me ocurrió nada más entrar en Canterbury.


Canterbury

Fue como un regalo de bienvenida. Acabábamos de llegar a la ciudad y estábamos nerviosos porque, de algún modo, la ciudad ya formaba parte de nuestros mitos antes de haber pisado sus calles: Chaucer, lo medieval, el Príncipe Negro, la catedral. Pensando en esas cosas estábamos, delante del arco de entrada, cuando nos llegaron unos acordes que identificamos al instante. Nos acercamos y un par de músicos callejeros tocaban delicadamente Till There Was You. La escuchamos en silencio. ¿Te acuerdas? Nunca esa canción me sonó tan bien como entonces. Juraría que aquel músico cantaba mejor que el propio Paul. Desde entonces para mí la ciudad medieval de Canterbury no suena a música medieval, sino a balada de los Beatles. Y ahora, en esta tarde de sábado otoñal, con el castillo casi oculto tras la niebla, escucho esa canción y pienso que queda aquí, en mi cuarto a oscuras, algo de aquel día lejano en Canterbury.

There was love all around
But I never heard it singing
No I never heard it at all
Till there was you
Till there was you.


Había amor alrededor,
pero nunca lo oí cantar.
No, nunca lo oí
hasta que llegaste tú,
hasta que llegaste tú.




Y, pensando en la música y las ciudades, los sentimientos y el tiempo, me ha venido a la memoria este poema de Luis García Montero:

Yo sé
que el tierno amor escoge sus ciudades
y cada pasión toma un domicilio,
un modo diferente de andar por los pasillos
o de apagar las luces.

Y sé
que hay un portal dormido en cada labio,
un ascensor sin números,
una escalera llena de pequeños paréntesis.

Sé que cada ilusión
tiene formas distintas
de inventar corazones o pronunciar los nombres
al coger el teléfono.
Sé que cada esperanza
busca siempre un camino
para tapar su sombra desnuda con las sábanas
cuando va a despertarse.

Y sé
que hay una fecha, un día, detrás de cada calle,
un rencor deseable,
un arrepentimiento, a medias, en el cuerpo.

Yo sé
que el amor tiene letras diferentes
para escribir: me voy, para decir:
regreso de improviso. Cada tiempo de dudas
necesita un paisaje.

Luis García Montero | Diario cómplice | 1987


Madrid


¿A qué suena tu ciudad? ¿Te ha regalado ya alguna canción?

jueves, 23 de septiembre de 2010

Las suelas perfumadas

William Davis | Hale, Lancashire

Escribo esta entrada movido por dos sentimientos contrarios. Por una parte, el placer de pasear estos días por mi ciudad y comprobar que los árboles están más hermosos que nunca. Por otra, la indignación al leer un artículo aparecido en un diario nacional con motivo de la muerte de José Antonio Labordeta. Allí, alguien cuyo nombre no voy a recordar ahora (para mí era un desconocido y así seguirá) dice, entre otras cosas, lo siguiente:

Todo este gusto por lo rural y por el contacto con la naturaleza no lleva a nada bueno. Reblandece los espíritus y nos vuelve coñazos y cursis. Además de profundamente insinceros. Hay demasiados bosques, demasiados caminos, demasiadas rutas. En la mayor parte del territorio español falta asfalto, casinos, cines, bares que cierren tarde con pianistas imposibles. Faltan coctelerías, grandes restaurantes, carreteras como Dios manda, túneles para no tener que dar tantas vueltas. Todos esos inquietantes paisajes por los que Labordeta caminaba remiten al atraso, a lo ancestral, al tercermundismo de donde venimos. Hay que llevar la civilización a todos los rincones de la geografía de los países avanzados. Es barata y de cobardes la retórica de los pajarillos que cantan por la mañana. Hay que ponerse a trabajar, abolir el campo y crear más y más ciudades. Como una higiene. Como el gran pacto de usar desodorante.

Estupefacto por sus palabras, intento buscar algún atisbo de ironía que me permita leer lo que no leo, alguna clave oculta que me descubra que no lo estoy entendiendo bien, pero no la encuentro. Y no soy el único, si nos fijamos en el revuelo de comentarios que ha levantado. Se ve que somos muchos los cursis que tenemos el espíritu reblandecido. Pienso que su autor, además de buscar la polémica para hacerse un nombre, cree lo que dice (al menos una parte). Y eso me parece terrible, pues es un reflejo de lo que ha sido para los españoles el sentimiento de la naturaleza. No enlazo el texto original completo, porque me niego a promocionar desde aquí a semejante tipo, que parece que acaba de leer el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento y ha trasladado su ideario a la España del siglo XXI.


Tunnel and Gates | Fotografía de Kerik Kouklis

Pues bien, a algunos, cursis, insinceros y reblandecidos, nos gusta la naturaleza. Nos gusta mucho pasear junto a los ríos, meter las manos en sus aguas frías, pisar la tierra de las veredas, fotografiar la flora de los caminos, tocar los troncos de los árboles, recordar las caminatas que hemos hecho e ilusionarnos con las que haremos. Y no pensamos que la oposición entre ciudad y campo se pueda establecer en términos de civilización o barbarie. Nos gustan los cines y los pueblos perdidos, las librerías y los guijarros. No hay demasiados bosques, ni demasiados caminos, ni demasiadas rutas. Hay que reivindicar otra manera de ver el campo, no abolirlo. Falta cultura de la naturaleza y sobra cultura del botellón. Ahí están los libros de Miguel Delibes, nada sospechoso de maniqueísmo.


William Davis | A Field of Green Corn


Leandro Fernández de Moratín (un autor al que debo una entrada desde que leí Apuntaciones sueltas de Inglaterra), y de quien dijo Galdós que "su vida era tan interesante como sus obras", fue un tipo refinado, culto y esencialmente urbano. En el libro citado, como buen ilustrado que es, se fija en las ciudades, en la arquitectura de sus construcciones, en la modernidad de sus espacios, pero nunca le faltan palabras para describir la flora de los caminos, los árboles. Durante uno de sus viajes por Europa, en los últimos años del siglo XVIII, visita la fuente de la Valclusa, un paisaje animado por la presencia literaria de Petrarca y su amada Laura, y nos deja el siguiente texto:

He ido a ver la fuente de la Valclusa, que ha hecho tan famosa en el mundo el amante de Laura. Un valle delicioso, rodeado en semicírculo por una cadena de montes; un risco muy alto, desnudo, hórrido, con una caverna en la parte inferior, de donde nace el Sorga, torrente de aguas que se precipita entre peñascos enormes, que las lluvias y los vientos han desprendido de aquellas cumbres. Ya navegable a corta distancia de su nacimiento, tuerce su curso por unas pequeñas vegas, en donde la verdura eterna que las cubre, la fragancia y frescura de plantas y flores, el canto de las aves, el viento que espira suavemente entre las hojas de los árboles, la tremenda soledad del bosque, y el rumor incesante de las aguas, que asorda el valle y retumba en la concavidad del monte, todo inspira una melancolía deliciosa, que se siente y no se puede explicar.

El paisaje despierta sentimientos: de tremenda soledad, de melancolía deliciosa, de belleza. La naturaleza nos habla de nosotros, leemos en ella nuestros sentimientos. Se convierte en paisaje interior que podemos compartir. Somos el  paisaje, decían los del 98.


Caspar David Friedrich | Der Watzmann | 1825

Muchos años antes, en el siglo XVI, un fraile agustino escribe con resonancias de Horacio y Garcilaso:

Del monte en la ladera
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera
de bella flor cubierto
ya muestra en esperanza el fruto cierto.

Y como codiciosa
de ver y acrecentar su hermosura,
desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura.

Y luego, sosegada,
el paso entre los árboles torciendo,
el suelo de pasada
de verdura vistiendo,
y con diversas flores va esparciendo.

El aire el huerto orea,
y ofrece mil olores al sentido,
los árboles menea
con un manso ruido,
que del oro y del cetro pone olvido.

Quien nos transmite con tanta sencillez y sensualidad la paz que siente en el campo no es otro que Fray Luis de León. En esta famosa Oda a la vida retirada, nos describe La Flecha, una finca real que tenían los agustinos en las afueras de Salamanca. Muchas veces lavaría el poeta sus manos en esa fontana y se olvidaría por un instante de sus problemas mientras disfrutaba con esos mil olores del huerto o con el manso ruido de sus árboles.


William Mulready | Blackheath Park

Antonio Muñoz Molina, escritor al que tanto admiro por sus novelas y  sus artículos, escribe en "Luto por los árboles" (recopilado en el libro La huerta del Edén, 1996):

Crecido en el secano, en una tierra donde los olivos, en vez de agruparse en bosques, dibujan más bien una cuadrícula de horizontalidad y aridez, yo siento una devoción a la vez práctica y sentimental hacia los árboles, y por algunos de ellos tengo una nostalgia tan tocada de melancolía como la que mantiene vivo el recuerdo de las personas queridas que perdí. Añoro un álamo viejo que había en la huerta de mi padre, y que fue partido por un rayo hace veinticinco años. Echo de menos los álamos que daban sombra a la plaza de mi infancia, cortados sin piedad para dar paso a los coches, y los olmos que se alineaban en la perspectiva de la última calle de Úbeda y confundían sus copas con los de la carretera de Baeza, olmos ya tan fantasmas en ese paisaje como el fantasma caminador y solitario de Antonio Machado. Hay como una saña española y pueblerina contra el árbol, una vocación ciega por el hacha y la sierra mecánica: en muchas calles de mi ciudad había antes grandes moreras a las que se subían los niños más ágiles y más audaces en busca del alimento sabroso de sus hojas para los gusanos de seda. No queda nada de aquellas moreras, ni de los álamos de las plazas ni de los paseos.

Queman los árboles, los talan, los sacrifican por nada, para ensanchar una carretera, para dejar bien despejada la anchura de un aparcamiento. En un país arboricida, asolado por el instinto del desierto, por el alquitrán y la antipatía pedante de las plazas duras, el bosque de La Alhambra, como el Retiro o el Jardín Botánico, ofrecen una forma atenuada de asilo político, de refugio, contra la solanera violenta del dogmatismo nacional. Uno quiere vivir a la sombra ancha y hospitalaria de los árboles igual que a la de las figuras humanas que más admira.


Pío Baroja pasea por El Retiro | 1950


 Jardín Botánico | Madrid


Suscribo completamente sus palabras y creo que son el mejor antídoto para las que abrieron esta entrada. Todos tenemos árboles que forman parte de nuestra educación emocional. Basta con pararse un poco y recordarlos. Los que vemos (casi sin verlos) todos los días camino del trabajo, aquellas moreras de la vieja fábrica, los de la casa de mi infancia, los de Tolkien, Machado y Juan Ramón, los de las riberas del Guadalquivir, los que elegían nuestros padres en las excursiones de los domingos para echar su siesta, los tejos de Quesada, los árboles de la colina Palatina y del Gianicolo en Roma, los ficus centenarios de Cádiz, los pinos de Cazorla y El Puerto. Los olivos.


Ficus centenario | Cádiz


Colina del Palatino | Roma

Pero si hay un pueblo que ha sabido captar la esencia de la naturaleza, llena de matices, es el japonés.  Cuando pienso en Japón, casi nunca se me vienen a la cabeza Tokyo y sus multitudes que cruzan como almas en pena los pasos de cebra, sino ese mundo de bosques, neblinas, tradiciones, senderos y espiritualidad que conforman una manera de ver el mundo que me resulta muy atractiva.


Pilgrim on a Forest Road | Fotografía de Okinawa Soba


Este delicado haiku de Masaoka Shiki parece invitarnos al paseo:

Las suelas perfumadas
Por la hierba del camino
Ah, qué bien huelen.

Fotografía de Annette Pehrsson

lunes, 13 de septiembre de 2010

Criaturas del tiempo


Sabes que la vida no tiene
los colores de una película
de Miyazaki, ni la falsa
transparencia del agua de un acuario.
Que tus ilusiones ya no comen
en pizzería los sábados
ni los domingos van al río.

Pero a la antigua inocencia
aún le gusta disfrazarse de inocencia.
Y los días acumulan periódicos
atrasados y sin leer y
en las mazmorras de la noche
puedes encontrar, si buscas,
restos olvidados de un amigo
o tierra removida por manos
que se perdieron.

Cuando te acunas
en los sueños de tu viejo sillón,
despiertan esas criaturas del tiempo
que, avivadas por el sol de la tarde,
casi siempre, aún, te confortan el alma.



Fotografías | mags | iliveinoctober

sábado, 11 de septiembre de 2010

La cueva de la sirena


Siempre me han fascinado las imágenes. Fotografías antiguas, cómics, fotogramas de cine, carteles, sellos, cromos, paisajes, cuadros y todo tipo de ilustraciones ejercen sobre mí un poder de atracción al que no me suelo resistir. De alguna manera, siempre me ha gustado coleccionarlas (yo más bien diría acapararlas) y ponerlas en orden. Con el acceso a Internet (que es de hace dos días y medio como quien dice, aunque nos parece haberlo tenido desde siempre) las fuentes se multiplicaron y al disfrute de las imágenes contribuyó el desarrollo de los monitores (con sus colores brillantes y nítidos) y de las cámaras digitales (con su facilidad para generar en un instante imágenes potencialmente sugerentes). Ninguna generación ha tenido tan fácil acceso a la información y a la imagen como la actual. Uno se puede pasar una tarde entera hipnotizado viendo imágenes, una detrás de otra. Al menos, a mí me pasa. Basta con darse una vuelta por sitios como Flickr o similares.



Pues bien, a lo que vamos, hace poco descubrí Tumblr, una mezcla de Blogger y Twitter, que me pareció una herramienta perfecta para lo que siempre me había gustado. Y, claro, no me pude resistir. Y descubrí todo un mundo. Una red social de amantes de las imágenes de todo tipo. Algunos tumblr son una auténtica maravilla sobre temas muy concretos (épocas, estilos, actrices) y lo mejor del caso es que puedes (como en Twitter) enlazar sus imágenes e incorporarlas a tu tumblr (rebloguearlas).

Esta entrada es una invitación a que visites La cueva de la sirena, un espacio paralelo y complementario a La melancolía de los ríos, pero hecho exclusivamente con imágenes. Quizá sea muy especializado o quizá sea demasiado general, no estoy seguro, pero lo estoy iniciando con una sola idea: reunir imágenes que me gustan mucho, que, por un motivo u otro (la estética o el contenido), me resultan fascinantes, hermosas, y que, ordenadas, me gustaría compartir contigo. Ojalá disfrutes con ellas tanto como yo. Dejo el enlace en la columna de la derecha.


Ésta es la entradilla que he hecho con la intención de que sugiera algo de lo que será su contenido:

Belleza. Decadentismo. Blanco y negro. Sirenas. Memoria. Puertas cerradas. Libros abiertos. Cómic. Gótico. Fin de Siglo. Cine mudo. Pioneros. El mar. Melancolía. Lirismo. Ruinas. Actrices. Miradas. Paraísos perdidos. Erotismo. Deseo. Descubrimientos. Prerrafaelitas. Viñetas. Carteles. Ríos. Escritores. Infancia. Veranos. Olvidos. Aventura. Simbolismo. Terror. Lo pasado. Jardines lejanos. Otras luces. Belleza sin tiempo.





La cueva de la sirena | Entrada

Foto 1 | Portrait of a Woman | c. 1900 | Vía Shorpy
Foto 2 | Modelo desconocida | Vía Valentino Vamp
Foto 3 | Lynn Fontanne | 1922
Foto 4 | Ingrid Bergman en Stromboli, de Roberto Rossellini | 1950
Foto 5 | Goleta Casco, en la que R. L. Stevenson viajó a los Mares del Sur